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PALABRA DE MAESTRO: RETIRO HONROSO

Por: Fare Suárez Sarmiento.


A muchos maestros candidatos al retiro forzoso le suena a castigo la norma constitucional que obliga a los servidores públicos a la dejación del cargo una vez cumplidos los setenta años de edad. Ni siquiera aquel envejecido programa de asunción del nuevo estatus de pensionado, liderado por cada secretaría de educación, logró niveles de aceptación en la conciencia del maestro. Las razones son varias y variadas. Algunas van desde las urgencias económicas aún insatisfechas, hasta sentirse lo suficientemente joven como para desafiar la intrepidez y arrogancia de esta generación Zeta.




Mientras en otros países el verdadero disfrute de la vida se inicia a partir del retiro pensional, en Colombia, la mayoría de los jubilados primíparos, asume este evento como el comienzo de una fase de marginación social, en el entendido de que –en el caso de los maestros– cuarenta o más años de servicio docente poco permiten asociarse por fuera del gremio. A la educación se llega un poco después de la adolescencia, el cultivo de la amistad y los cimientos sentimentales para la consolidación de un hogar muestran sus primeros fulgores durante el período de la fiebre de la tiza y del tablero. Es la etapa de las indecisiones y de los sueños, de la que a veces dudamos como posibilidad de crecimiento personal; la etapa donde florece la vocación, pero también la estabilidad laboral y seguridad familiar empiezan a mostrar sus bondades.


Son tantos y tan generosos los beneficios y placeres derivados del ejercicio activo de la profesión, que el hecho de pensar en la cesación obligada puede desequilibrar emocionalmente al maestro. Las rutas del ir y venir pronto olvidarán los pasos que las surcaron, aunque hoy testifiquen que –en efecto– el maestro le cumplió a la sociedad como también compartió la mayor parte de su vida con miles de niños, jóvenes y hasta adultos. Esas rutas recibían las descargas que el maestro les arrojaba al final de la jornada. Iras, odios, amores y algunas veces alientos de esperanza, se estrellaban cada día contra el cemento. Pero la férrea voluntad de continuar cosechando la ilusión de mejores ciudadanos, lo hacían regresar al siguiente día y todos los siguientes, hasta cuando el martirizante sonido de la campana de los setentas le trituró la ansiedad y le recordó la realidad inaplazable: La historia escrita con los pinceles de la sabiduría, sobre las páginas del libro de la ternura, de la comprensión y del noble altruismo, había llegado a su fin. A partir de ese nada edificante momento, la algarabía que daba sentido al aula, las riñas por el lápiz, los apodos ingeniosos, los furtivos cocotazos, las copias y los soplos durante las evaluaciones, perderían el significado dentro de la profesión docente. Se inicia –entonces– la búsqueda de nuevos pares; aquellos que me antecedieron y se convertirán en los interlocutores de oficio y, tal vez, nos ayuden a colmar el vacío de la asediante nostalgia. Lógica de la vida laboral colombiana que nos encierra en el olvido; no hay despedidas bulliciosas, sino murmullos y voces débiles que tratan de convertir en cálido presente todo un pasado recordado a pedazos. Los pocos compañeros de trabajo que se animan a fomentar este último encuentro, intentan atenuar el olor fúnebre del momento con anécdotas y chistes, que en lugar de efervescer los ánimos, entristecen el adiós.


Pronto nos daremos cuenta de que otros sitios entrarán en nuestra agenda, otras miradas, rostros raídos, pupilas marchitadas, voces convertidas en eco, el cabello –para los afortunados– teñido de derrota; los otros, a quienes el arrepentimiento por no haber luchado lo suficiente por un mejor presente para los nuevos docentes sencillamente, el lamento por no salir de la orilla, le afeitó para siempre la cabeza. Se nos vino el remplazo de la escuela, el escenario habitual en cuyos rincones y pasillos se esconden los dolores y los miedos. Vocablos que no figuraban en nuestro ideario, ahora se pavonean por clínicas y consultorios: próstata, diabetes, presión arterial, mama, cuello uterino, corazón abierto y otros más, se constituyen en los fantasmas que nos quitan el sueño y alteran nuestro buen humor.


Tal vez estas circunstancias, unidas a la necesidad económica, conduzcan al candidato a jubilación a buscar los medios indicados para permanecer en el cargo. Tal vez, la orientación sicológica ofrecida por los organismos oficiales no colme las expectativas del maestro. Me parece que a veces se es lo suficientemente joven para seguir intentando la transformación del país, sin que la edad cronológica atente contra la lucidez y el asertivo desempeño del maestro.


Tal vez –también– en el marco de las políticas públicas educativas debería considerarse la inclusión en los procesos pedagógicos a un sujeto que ha padecido la inmisericordia de tantos modelos y tantos cambios en el sistema. Un maestro con más de cuarenta años de utilidad académica y pedagógica, necesariamente tuvo que padecer la implementación de múltiples fórmulas, como banderas de gobierno. Algo así como que en cuarenta años de servicio cada gobierno implementó su propio sistema y el maestro jubilado tuvo que sufrir diez sistemas durante el tiempo laboral.


Siempre seremos amigos del reclutamiento especializado de aquellos maestros cuya vocación, espíritu reflexivo, crítico e investigativo nunca ha dejado lugar a dudas. La conformación de un selecto grupo de conspiradores contra el analfabetismo pedagógico y académico de los docentes, sin importar su procedencia legal, pondría al descubierto las heridas insanables que persisten en la enseñanza, y se elevaría a calamidad pública de primer orden la formación docente. Soy un convencido de que la experiencia y la sistematización del currículo oculto deberían de ser materia de debate y puesta en común sus resultados, liderados por esa especie de oráculo pedagógico, equipado con sus más de cuarenta años de enseñanza.


El retiro obligado del maestro debería de ser planeado de tal manera que, aunque cese la actividad interactiva con niños y jóvenes, continúe el diálogo de saberes pedagógicos con los demás actores educativos.


El maestro jubilado no puede considerarse un excedente dentro del proceso, sino un valor agregado que nutre al sistema. Muchas de las tesis y teorías que han transitado a lo largo de la historia de la educación en América Latina, lo han venido afectando sin que su reacción y contradicción lleguen a las esferas calificadas u organismos de decisión. Desde la distancia laboral, ya este maestro ha vencido todos sus temores y descifrado el acertijo de la enseñanza. Solo le resta verificar los postulados experienciales brotados del sudor ya rancio, pero otrora bien disimulado con colonias aromáticas.


En fin, así como el maestro ostenta su orgullo con justificadas ínfulas cuando algún exalumno se convierte en personaje de la vida nacional, también esos niños transformados en adultos hinchados por el éxito y la fama, deberían inscribir el nombre de sus maestros insignes en el pergamino de la historia académica del país. En la repartición de honores, casi nunca alcanza un pedacito de gloria para el maestro. No hay espacio del cual puedan borrarse los nombres de atletas, futbolistas, tenistas, patinadores, músicos, cantantes y actores de pantalla. Al maestro, cuando es del caso, le corresponde prestar su nombre para que sea mencionado entre líneas, en otra de las tantas expresiones democráticas de esta hermosamente sangrienta tierra.


Quizás, hechos como estos alcanzarían para honrar al maestro. No importa si su retiro signifique acercarlo más a la muerte que al deleite de unas vacaciones soñadas; lo importante es que todo maestro retirado encuentre al final lo que siempre anduvo buscando. Ojalá así sea, para que la sonrisa no salga nunca más de su rostro.

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