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PALABRA DE MAESTRO: LA DICTADURA ESCOLAR

Por: Fare Suárez Sarmiento.

 

El repique de campanas cesó muy pronto. La sociedad colombiana festejó el nacimiento de la Ley General de Educación, 115 de 1994, y con ella el anhelado despojo del autoritarismo desmedido del rector y la concentración del poder en algunos subalternos. La tradición y la cultura habían sembrado en la escuela la egocracia absoluta, el culto al control hegemónico sobre el pensamiento, el sentimiento y la acción de todos los agentes educativos y actores pedagógicos.


Vocablos del orden de obediencia, sumisión y docilidad se alojaron en el imaginario docente con tanta carga semántica, que la vulnerabilidad académica de unos pocos los convirtió en vigilantes, delatores al servicio del rector. No era para menos, las facultades administrativas de diligenciar la provisión de cargos, cobraba igual fuerza que la de propiciar traslados. De esta manera, el temor acechaba a quienes contravenían órdenes o no respondían las agresiones verbales con sonrisas.


Debemos tener presente que la herencia de la costumbre elevó la figura del rector hasta una dignidad sociopolítica que compartía la cúspide de la pirámide social con el obispo y el alcalde en aquellas regiones distintas de las capitales. En estas, mantenía su decoro jerárquico dentro de la academia, pero distante de los peldaños de la pirámide.


El pasado reciente 8 de febrero, cumplió 30 años aquel parto de una hija que llenó de esperanza al magisterio colombiano. Enredos iniciales, enana interpretación y comprensión del contenido, al lado del escaso acuerdo entre la comunidad educativa en la articulación de la visión con la misión institucional, produjeron tal desánimo, que muchas escuelas prefirieron la contratación externa de expertos para cumplir con los plazos obligados de las secretarías de educación. Félix Bustos e hijos, Julián de Zubiría y flia, además de organizaciones no gubernamentales surgidas para ese efecto, colmaron salas, paraninfos y hasta patios arborizados. Los milloncitos salieron a hurtadillas de las escuelas para que los Proyectos Educativos Institucionales (PEI) adornaran los estantes de las secretarías de educación.


El viejo anhelo de que la democracia se hospedara en la escuela se deshizo. La organización institucional a partir de la conformación del gobierno escolar, sembró expectativas loables. El término democracia se desplazó a través de todos los labios, y al final se tradujo en elección de los miembros, de tal suerte que el vocablo sufrió una reducción semántica: democracia igual a elección.


Después de esta, todas las buenas intenciones de la Ley 115 fueron subsumidas, absorbidas por la voz hegemónica del rector; y no ha sido posible liberarla, activar su contenido de llamado a la participación en la vida académica y pedagógica de la escuela. Los objetivos, los fines y los sueños continúan prisioneros entre capítulos y artículos, sin que los órganos de dirección y administración los hayan visitado alguna vez. Se les llama, con relativa razón, “convidados de piedra” convocados para rendirles cuenta de los actos y contratos ya ejecutados por el rector y a los que el Consejo Directivo y demás invitados responden como en el comercial de Dolorán: “sí, señor” y sellan la legitimidad con un fuerte y sostenido aplauso.


La inercia pedagógica ha convertido la vocación en la obligación de asistir a la escuela para dictar clases, cumplir con horarios y dedicarle tiempo a la acérrima crítica contra el sistema educativo. Aludimos a la falsa convicción de que el responsable de la miseria académica hay que hallarlo en otro lugar. La escuela se declara not guilty de cualquier responsabilidad frente al histórico y casi ineluctable fracaso escolar.


No obstante, las evidencias exhibidas a partir de los resultados de pruebas evaluativas externas, que arrojan piedras y chiflidos contra escuelas y maestros, el silencio vuelve y se instala con su complicidad sempiterna; la sociedad calla o murmura, pero igual arroja las culpas sobre lo que conoce: la escuela. El maestro mira desde un lado hacia otro y su espíritu crítico le susurra al oído que el causante del derrumbe pedagógico es el calor. Lo extraño es que los planes de mejoramiento para superar las deficiencias se diseñan para los estudiantes, como si en ellos descansara la causa del desplome académico. Más extraño aún, la mayoría de los sometidos a esta jocosa farsa se promueve al grado siguiente. No existe plan de acción para mejorar la enseñanza. Los cambios sustanciales no calan en los maestros. Sus veinte, treinta y cuarenta años de servicio, dan plena cuenta de su sabiduría.


La experiencia queda por fuera de cualquier consideración, porque no se experimenta, se actúa sobre la derrota del año anterior, con pleno conocimiento anticipado de los resultados. Desde luego que la historia al final se repite; cambia el número del año y hasta la pintura de las paredes de las escuelas, sin embargo, la extirpación del quiste se aplaza. El gobierno construye y extiende puentes para que la educación alcance la otra orilla, allí donde convergen la emoción con la cognición, en una relación dialéctica que esparce las semillas de la humanización pedagógica, en procura de que la vejez académica abandone la escuela, pero la dictadura impone su poder y crea muros de contención para que los postulados de la Ley general se resignen a no salir del libro que los contiene. Ya la teoría que establecía los procesos en los que la enseñanza era estrictamente proporcional a los niveles de aprendizaje, quedó calcinada en Nacho lee, en el catecismo del padre Gaspar Astete y en la historia de Colombia de Henao y Arrubla. Sin embargo, a esos niños se les niega el derecho a adquirir la ciudadanía universal, se les confina al estatismo histórico de la “gloria inmarcesible y el júbilo inmortal”. De hecho, siempre habrá un maestro inmerso en el centro del planeta, con una visión de mundo que lo conduce a pasear su concepción ideológica por Ucrania y Rusia, por China y Taiwán, darse un baño mental en las playas de Varadero, rezar para que deje de llover sangre inocente en Palestina y apretar los labios para no gritar lo que debería contra Estados Unidos; pero la dictadura escolar, le recuerda el hermoso pensamiento de Séneca: “cállate, o di algo más elocuente que el silencio”.


Siempre se ha dicho que quien grita oculta el temor a que descubran su nesciencia, y quien actúa por instinto, exhibe el poder para esconder los miedos y callar los llantos. Así se expresa el autoritarismo ausente de la más elemental autoridad para liderar procesos transformadores. No existen líderes, sino jefes, o peor, gerentes que asumen la educación como un medio, un instrumento para escabullirse entre el alambrado político y, entonces sí, fortalecer su dictadura desde una posición misional que exige una dictablanda.

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