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PALABRA DE MAESTRO: LA ESCUELA EN EL ESCENARIO DE LA CORRUPCIÓN

Actualizado: 11 sept 2021

Por: Fare Suárez Sarmiento.


Podría pensarse que la cadena de eventos sucesivos que colocan el nombre de Colombia en labios de todos los continentes, poco incide en el imaginario escolar. Quienes así piensan, olvidan que el pillaje inmisericorde del erario local y nacional, apenas logra cubrir las fronteras del país; en cambio, la corrupción como escenario mucho más extenso se equipara con el narcotráfico como un fenómeno global que desborda países y lenguas.


Antes de la configuración de la corrupción como una estructura criminal organizada se la entendía como el hurto, el peculado, el prevaricato o cualquier otra voz jurídica que solapaba la gravedad del hecho punible. Eufemismos que poca gente comprendía, aunque la mayoría lograba traducirlos en la palabra robo.


Las noticias en imágenes que circulan a diario por los noticieros televisados dan cuenta de los dos escenarios donde se exhiben sin pudor alguno, unos y con algo de recato y castidad otros.

En el primer caso, la exhibición se acerca a las acciones a menudo cinematográficas y las autoridades y la sociedad califican a los autores como delincuentes. Los videos u otras formas de desenmascarar a raponeros y asaltantes callejeros circulan sin restricción por todos los medios móviles, a veces, mucho antes de que las autoridades tengan noticias de la ocurrencia del delito. Poco o nada importa si la razón es motivada por la mitigación del hambre o supervivencia familiar. En el segundo caso, el traje fino y el automóvil costoso ayudan a que el delito parezca un error contable, un malentendido o una persecución política. Es aquí donde lo insólito ha perdido el valor del asombro y del pasmo social, no tanto por el peldaño socioeconómico, investidura política, distinción cultural y logros profesionales del indiciado, sino por la impunidad jurídica, cuyos actos delictivos llegan a ser motivo de aplausos sociales y hasta considerarlos como héroes por la capacidad para librarse de penas y condenas merecidas.

Todavía no hemos salido de la amarga y repudiable escena política en la cual la entonces congresista Yidis Medina quien debido a la venta impúdica de su voto el expresidente Uribe Vélez, fue reelegido porque se logró cambiar “un articulito” de la Constitución Nacional. Antes y desde esos años aciagos para los valores éticos y morales del país, la bitácora axiológica ha sufrido alteraciones semánticas en textos, vocablos y contextos como en la frase de Uribe Vélez cuando la señora Medina lo señaló como el actante protagónico del cohecho. Así fue el irrespeto de Uribe con el país: “el Gobierno Nacional persuade; no presiona ni compra conciencias”.


Tal vez ese haya sido el momento y la circunstancia más disruptiva para propiciar una reflexión histórica en la escuela. Esa generación del 2006 ya entró en la nominación jurídica de ciudadano. No hubo razón alguna para que, siendo niños o púberes, la escuela no hubiera actuado con honestidad pedagógica, en lugar de ignorar el desarrollo de los eventos teñidos de corrupción que estaban teniendo lugar en Colombia y los cuales desde entonces se han convertido en una práctica política que -como se anotó antes- ha cambiado el significado de los valores morales.


Resulta lógico pensar que la escuela albergó niños y jóvenes que hoy alcanzan la mayoría de edad sin conocer realmente los pormenores de la reelección de Uribe Vélez y de todo el derrame de sangre inocente que diariamente mojaba prensa nacional y planetaria, mientras las cárceles se inundaban de prostitutas, carteristas, atracadores, pedófilos, feminicidas, marihuaneros y demás. De haber cumplido con su deber de patria, en aquel entonces la reflexión y el debate en torno a los hechos dantescos que calcinaban al país, estos ciudadanos estarían en condiciones de tomar mejores decisiones en cuanto la elección de sus representantes a las diferentes corporaciones públicas de la ciudad, el departamento y la nación, pero les negamos esa opción; los maestros seguimos ofreciendo discursos de antaño a las realidades de hogaño, y en el peor de los casos, regamos el silencio en las aulas, coartando un conocimiento que describe la vida y explica con razones las circunstancias y episodios que cada día cavan más profunda la hoguera de la pobreza.


La Ley General de educación en Colombia define su objeto como “...un proceso de formación permanente, personal, cultural y social que se fundamenta en una concepción integral de la persona humana, de su dignidad, de sus derechos y de sus deberes” (Artículo 1. Ley 115 de 1.994), fundamento necesario para reconocer la integralidad de la formación humana desde todas las dimensiones, sin negar a los educandos las posibilidades de crecimiento y desarrollo hasta lograr la ciudadanía. Y ello solo es posible cuando la escuela es conectada directamente con la cultura, la política, la economía, y todos los factores que dinamizan las relaciones sociales.


De otra parte, pero en el mismo sentido, tendremos los colombianos que cambiar la frase “Pobre pero honrado”. No sería justo que la honradez siguiera siendo un atributo divino de los ricos. Mientras los pobres apenas alcanzan a conformar pandillas y clanes barriales para arrebatar celulares, bolsos y gorras, los ricos organizan mafias y sociedades secretas internacionales que derrocan gobiernos, asesinan magnates, dirigentes sindicales y cívicos, venden los mares, patrocinan la expropiación de tierras y la explotación de las riquezas naturales. Presidentes, parlamentarios, magistrados, jueces y fiscales configuran una alianza infame que derrite cualquier asomo de honestidad que la escuela pregone.


¿Qué puede hacer la escuela? En realidad, muy poco. Los valores ancestrales, incluso los mandamientos divinos sólo sirven para burlarse de nuestra tradición y herencia judeo-cristiana: no robarás, no matarás, no desearás la mujer del prójimo, se convirtieron en mandatos terrenales, en requisito humano de las élites sociales y políticas para preservar el poder y mantener el control sobre la vida de los otros. Además, la burguesía criolla impulsa desde hace tiempo una campaña de desprestigio de la educación pública, hasta el punto de proponer un proyecto de Ley contra el presunto “adoctrinamiento ideológico” que se presenta en las aulas. No obstante haber sido retirado, creó un manto de desconfianza e incertidumbre en algunos sectores sociales, en virtud de las supuestas aproximaciones de los maestros con los grupos de izquierda radical del país.


¿Qué debe hacer la escuela? Contarles la verdad a los hijos y padres beneficiarios de la educación pública oficial. Ofrecerles rutas diferentes a las utilizadas por un sector de la clase media, desesperado por el ascenso económico rápido, a costa de la dignidad propia y de la familia. La escuela no debe guardar silencio frente a la cultura de la corrupción; ello constituiría también admisión de los actos delictivos, soborno, cohecho, mermelada, dulce y demás. La indiferencia escolar envía el mensaje a la sociedad de que lo que ocurre a diario, donde hay que pagar para que los empleados cumplan sus obligaciones, es correcto. Tal vez, por eso, las personas saquean las arcas que les son encomendadas por Ley o Estatutos y sin asomo de pudor, se fingen víctimas. Pero es una forma de autoengaño, porque la sociedad riega la verdad cuando es irrefutable, en voz baja, hasta pisotear la falsa honra de los implicados. Son muchos los casos de ingrata recordación y los individuos que ya no ríen sino se burlan de este y todos los documentos que a diario pretenden sacudir la conciencia solidaria de la gente buena.

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