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PALABRA DE MAESTRO: EL AULA: UNA MIRADA NOSTÁLGICA

Por: Fare Suárez Sarmiento.


Muchos convidados a esta lectura dejarán escapar un silbido tímido protocolario a la inminente sonrisa cuando observen un segmento de su historia vagando a través de estas líneas. ¡Ojalá así sea! A veces debemos pausar la tinta convertida en sangre que certifica el fratricidio sempiterno en nuestra tierra para arrancarle un segundo de recreo a nuestra vida. Qué difícil olvidar la frase de Alfonso Pompo Jacquin: Caín no ha muerto, se mudó para Colombia.

El aula, santuario de Delfos, exige el silencio en igual valía que la iglesia, el hospital o la biblioteca. La voz del sacerdote ecoiza y se prolonga durante la celebración de la eucaristía; ningún feligrés osa interrumpir la ceremonia del culto sagrado, los cánticos y alabanzas sobrevienen en coro como parte de la agenda misal. La biblioteca –en cambio– cuenta con la majestuosidad semiótica del letrero: silencio, sin importar el tamaño del anuncio. Es una voz que llena y trasciende el recinto, lo sacraliza, aunque no exista penalidad para quien la viole; tal vez, discretos llamados de atención en susurro.


Esta jerarquía histórica del aula confiere al maestro un poder extraordinario que disminuye notablemente por fuera de ella. La pleitesía de los devotos hacia el sacerdote no se agota en el templo sagrado, su valor como líder espiritual lo acompaña siempre doquiera que vaya.


En ese mundo posible de dominación es donde se aferra el maestro. El cree que lo ha perdido todo y sólo la anarquía de sus pensamientos y actuaciones le devuelven el ya desvanecido y atemporal reconocimiento social que lo incluía dentro de la trilogía natural de poder cultivada en los pueblos: el cura, el maestro y el alcalde. Peor aún, la tradición lo forzaba a edificar un imperio de silencio en el aula que se traducía de manera eufemística como “dominio de grupo”. A mayor control sobre los alumnos, mejor valoración de su actuación, poco o nada importaban los saberes, además, no existían muchas posibilidades de refutación. Nadie sabía más que él, su vasta enciclopedia coartaba el diálogo socrático durante la clase, debido a la obvia laguna de contenidos de los alumnos. Sin embargo, con la irrupción de los libros rojos de Marx en las escuelas y la operatividad clandestina de los Círculos de Estudios Marxistas, los adolescentes se atrevían a levantar la voz solidaria con Cuba y en la condena a la invasión militar en Vietnam.

Hoy, muy poco, pero en los sesentas, setentas, el maestro configuraba otra de las causas de la deserción escolar. El trato despótico, el deshumanizante castigo de la regla de madera, las rodillas sobre granos de maíz, el jalón de oreja, el cocotazo y la exhibición aberrante delante del grupo, lo volvieron “inolvidable” en el cartapacio histórico personal de los alumnos.

Pero volvamos a la parataxis del aula. Un rectángulo donde cuerpos hacinados luchan por evitar el contagio de olores pervertidos que se instalan en el ambiente. Pupitres alineados que soportan las altas temperaturas de las nalgas que se mecen con disimulo, mientras dejan escapar el viento sigiloso que se escabulle hasta toparse con el aroma de grajo juvenil, ya posado sobre la nariz calurosa de los alumnos. Hileras en fila india extendidas de menor a mayor altura. Los más altos tenían destinados los lugares traseros.

El aula, único escenario destinado para el encuentro de saberes, que alberga cuarenta o más almas solitarias, mundos invisibles que huyen del infortunio familiar y se refugian entre los otros silencios que sólo la desdicha escucha.

Niños, jóvenes, sujetos que se rinden sin iniciar la lucha por derrotar la ignorancia; no saben enfrentar los horrores de la pobreza ni escupir a los que la reproducen. Y la escuela les ha aportado muy poco en la dotación de hechos históricos claves, que servirían para construir un muro de contención –por lo menos– una coraza acerada, para que las balas de la miseria cesen el exterminio paulatino de su clase.

El aula, hábitat improvisado de sueños pasajeros que llegan cuando la voz átona del maestro es devorada por los treinta y cuatro grados de temperatura. Sopor, misterios acumulados que se despejan con ojos cerrados, mientras el estridente timbre nos recuerda que fue el aula y no la alcoba encantada de Juno la que nos develó lo cerca que andaba la felicidad, bastaba definirla, entenderla, vivirla.

El curso, del vocablo latino cursus, referido al tiempo de duración del proceso de enseñanza llamado año lectivo. Nombre que designaba el espacio donde se alojaban los alumnos de acuerdo con su edad o su estatura, constituía un escenario más cercano, marcado por la posesión territorial, la burbuja íntima que facilitaba la identidad de quienes eran considerados sus huéspedes durante diez meses. La identificación externa asignada por letras alfabéticas o números enteros, distinguida con un pedazo de tríplex simulando una placa, tenía estrecha relación con la caracterización de los alumnos: los números y las letras inferiores correspondían a los cursos de mejor rendimiento académico y excelencia convivencial. Como es lógico suponer, los más altos o superiores eran asignados a los grupos de disciplina irregular y bajo rendimiento académico.


Todos los adultos mayores coinciden en que la escuela del entonces y en especial el maestro, no solo se asumían como el Google que goteaba sus saberes en pequeñas dosis y dispersaba discursos sobre eventos y escenarios ajenos a nuestros ojos. También la recuerdan con franca nostalgia por considerarla la extensión del hogar –claro, con más reglas severas– y al maestro, como el otro papá que regañaba, golpeaba y ofendía para nuestro propio bien.

No hay dudas de que el aula debe ser considerada como un ring donde se liberan las tensiones idiosincrásicas y se procura el control sobre la otredad. Muchos septuagenarios abren a veces el libro de la memoria y hurgan en los recuerdos situaciones de clásico machismo en los que los puños y las patadas se convertían en el diálogo de sordos con mejores resultados en una disputa. Pocos han olvidado al gordito que conservaba los chichones en la cabeza por tanto cocotazo y coscorrón propinados en las filas o en los grupos improvisados, creados como pretexto para seguir jodiendo al inofensivo gordito.

Es muy difícil no recordar la sentencia: “nos vemos a la salida”. El rumor se expandía por toda la escuela y, en efecto, en las afueras había muchos alumnos congregados; incluidos los que se habían pegado la leva. Nada podía compararse con la liberación de aquellos espíritus presos en sus destinos. La algarabía del coro “dale, dale, dale” era como una fuga, un sentimiento catártico que explotaba por la homogeneidad de la multitud: sin adultos actuando como redentores, sin maestros ofreciendo castigos y sanciones; o peor, elevando la amenaza de acusar con los padres.

Tal vez, en este pedazo de la narración se abra el cofre mental y fluyan pensamientos vestidos con pantalones cortos, zapatos con trocitos de cartón para tapar el hueco de la suela, el estómago caliente por la fatiga y deseos de llamar a los nietos para contarles –una vez más– que a pesar de lo contado por el autor “éramos felices y no lo sabíamos”.

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