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PALABRA DE MAESTRO: DEMOCRACIA: SEPULTAR LOS EUFEMISMOS

Por: Fare Suárez Sarmiento.


El nuevo ordenamiento planetario ha forzado los giros semánticos de voces, frases y vocablos que otrora guardaban correspondencia desde la perspectiva saussureana. El correlato mental del significante constaba, estaba inscrito en la declaratoria oficial de la RAE. Los significados podían habitar distintos escenarios sin que ello afectara lo acordado por la Academia y registrado en el diccionario de la lengua. Nos atrevemos a afirmar que los hipotextos lingüísticos derivaban múltiples significados en hipertextos sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos. Tomemos como muestra el término democracia; el que, tal vez, sea uno de los significantes que más se aleja de la configuración mental del ciudadano. Ni siquiera los eventos que marcan la práctica democrática como ejercicio del poder de la ciudadanía, pueden asumirse como expresión de la voluntad del pueblo.


En la actualidad, las numerosas prácticas perversas de la democracia sepultan la concepción, algo ingenua, de la que se valen los que ostentan el poder político. Considerar aún que “es una doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno”, o “predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado” es negar conscientemente que ese vocablo está encarcelado entre las definiciones aleatorias, al usarse como adverbio calificativo de lo que la mayoría de las personas asume como “bueno, pertinente y hasta sagrado”.


No es cierto que el sujeto llega a las urnas investido de un poder inalienable para decidir quién lo representará en los órganos legislativos u otro orden de administración pública. La alienación social lo convierte en un ser manipulable. Ni siquiera la formación académica lo absuelve de la tragedia económica familiar; hasta la ideología política cultivada durante sus estudios superiores, recibe la descarga de la decepción cuando observa a sus colegas succionando sin piedad el polen del erario.


La democracia para los pobres se traduce en anhelos, gritos de angustia que ni Dios escucha; quizás sea la razón para que las iglesias de garajes, patios y parques se nutran con la venta de la salvación del alma. En cambio, para los otros, la democracia es un puente tendido para pasar de la indigencia a la opulencia, un legado de la ignorancia, la indiferencia y de la necesidad del pueblo para el vertiginoso ascenso social y la acumulación insospechada de bienes materiales y envidiables cuentas bancarias.


No es el vocablo tan desdeñado y pisoteado por quienes se hallan en la cúspide de la pirámide socioeconómica y política, sino los hilos axiológicos que lo vitalizan como significante; son ellos, los valores éticos y morales. La democracia adquiere su sustento político cuando los representantes del pueblo actúan en consonancia con las urgencias de la gente y despliegan sus esfuerzos para que los planes, proyectos y programas de gobierno que fueron construidos con la anuencia del pueblo se activen y la sonrisa asome en los rostros llenos de bienestar. Pero no ha sido de esa manera, los gobernantes de altos rangos, aunque de rancio abolengo, se han convertido en claros exponentes de prácticas corrosivas sin importarles que la sociedad los erija como verdaderos antimodelos (el sociolecto colombiano goza de una extensa y vigorosa polisemia degradante para definir a los políticos).


Al lado de la revisión semántica de la palabra democracia, debemos incluir todos los componentes axiológicos que le aportan a su significado. Uno de los más relevantes alude al término vergüenza, definido como “sentimiento de pérdida de dignidad causado por una falta cometida...” Desde esta cándida definición, podemos colegir que el vocablo solo existe en el cementerio de palabras llamado diccionario. El importaculismo desborda el desmedido apetito económico de quienes disputan el botín del erario. No existe muro infranqueable, ni leyes, ni religión que detenga el inmisericorde saqueo, como si se tratara del más burdo fracking. Aquí llega al escenario el estribillo trillado: “hay que respetar la voluntad del pueblo” para referirse a la libre y espontánea elección de los aspirantes a las corporaciones públicas, especialmente. Escasos electores activan la razón, unos y el corazón, muy pocos, para ejercer su derecho constitucional. Los demás, son víctimas de la extorsión, el chantaje, la amenaza, el soborno, las promesas, la compraventa del voto y el constreñimiento. La libertad para el ejercicio del voto queda por fuera de cualquier consideración, si median las angustias por la supervivencia familiar y personal. No es secreto el hecho de que el Estado es el mayor empleador del país. La estructura administrativa básica desde la presidencia de la república hasta la más enana alcaldía dentro de la geografía nacional, proveen más del sesenta por ciento de empleos en el país. Los organismos descentralizados, al igual que los programas asistencialistas, también suman a las posibilidades de coacción para incinerar la libre expresión de la voluntad en las urnas.


“Patear la lonchera” ha sido una frase popular insertada en el imaginario de los empleados públicos. Ya han quedado desvalorizados los esfuerzos personales, los diplomas, certificados de reconocimientos; las investigaciones galardonadas, han caído subsumidas por las urgencias de un contrato a corto plazo, aunque esté por fuera de la especialidad de la profesión.


Comienza la hipoteca de la dignidad. Hacer lo que dicte la obligación, pintarse el rostro del color de un movimiento como imposición simbólica del poder fálico, y hasta ofrecer la vida en riñas políticas con los adversarios, son parte del molino insaciable que pretende seguir triturando el valor de la democracia. Se arrienda el comportamiento endogámico. Somos solidarios con la búsqueda de la solución a las necesidades familiares, sin que por ello justifiquemos el padecimiento de las ignominias y aberraciones éticas por el hecho de conservar la lonchera. La compra y venta de actos y contratos en todos los escenarios oficiales que atienden y controlan la administración de lo público, envían al país y al mundo el mensaje de que por estos lados del croquis americano deambula el espíritu de Ortega, con la diferencia de que la fuerza represiva no es necesaria, la remplaza el poder persuasivo de los impuestos de los contribuyentes.


Seguramente no habrá esquina en el mapa universal que no tenga conocimiento de que este trozo de costa caribe se da el lujo de rectificar en la práctica todo el sudor de los setenta miembros de la constituyente del 91. Aquí se cambian, tuercen y se rectifican derechos y deberes de los ciudadanos, hasta el extremo de crear nuevos mandamientos: desconfianza plena en los sistemas judiciales e intervención sin reparos de altos dignatarios y funcionarios para desviar y sepultar los delitos, caprichos perversos de los entronados y alimentar el sentimiento megalómano del falso mesías. Hemos estado prisioneros en la más insaciable sinarquía. Doce años han parecido un siglo de estancamiento y de burlas promeseras. La anomia incesante ha convertido a la gente en un auditorio, un público que asiste a los actos circenses donde exhiben los trofeos que facilitan el presunto latrocinio derivado de parques, pavimento de vías con fecha anticipada de caducidad y hasta universidades en la casa de Escalona.


En términos optimistas, pienso que la pesadilla llegará a su fin; ya se escuchan las voces en altos decibeles, aunque todavía perviven los susurros, el miedo a la represión o estigmatización mantiene a unos cuantos asomados a través de las hendijas de las ventanas. Estamos convencidos de la imperiosa necesidad de recuperar nuestra ciudad, al igual que el departamento. Tal vez el sufrimiento y la decepción nos impiden abandonar el letargo e imprimirle fragor a la indiferencia; sin embargo, estamos cerca, revive la esperanza de que el sol brille para todos, que dejemos entrar de nuevo la samariedad abrazada al mar, a la brisa, a la sierra, al fútbol, a la risa y al chisme. Le daremos una festiva bienvenida cuando la siguiente paremia, en una de sus tantas versiones, se cumpla en su totalidad:


“No hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista, Ni médico que no lo asista, Ni medicina que no lo cure”.

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