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PALABRA DE MAESTRO: ACERCA DE LA ESCUELA DE LA ESPERANZA

Por: Fare Suárez Sarmiento.


Muy parecida al I had a dream de Luther King se me antojaba la que desde siempre habitó en mi ideario pedagógico, pero que el tiempo fue desgarrando sin misericordia alguna. Apareció en buen tiempo el secretario de educación distrital y su discurso me obligó a recoger las migajas de optimismo que aún vacilaban en mis recuerdos. Siempre había escuchado que el peligro de los sueños radicaba en la merma paulatina de la cordura. Me niego a creerlo, porque la locura de Roberto Munárriz deriva del exceso de cordura para plantear nuevas realidades; no tanto las soñadas como con las que existen y cada vez fuerzan más el deseo de transformarlas, cada vez se vislumbra más cerca la edificación de la escuela de la esperanza.

Vislumbramos un combate, una trenza de argumentos que intentarán derribar la democracia pinochetana que pervive en la escuela, como también el neopositivismo curricular que hoy carece de destinatario en la sociedad. A pesar de los bloqueos y muros sembrados para resistir la inminente emancipación pedagógica, hemos recibido una fuerte descarga de confianza. Muchos maestros nos hemos acercado a la verdad que circula en la escuela, con el anhelo de que esos sueños –así sean de otros– nos brinden la oportunidad histórica de unirnos al gigantesco ejército de maestros que aún recita el pensamiento garciamarquiano: “necesitamos una educación desde la cuna hasta la tumba”, pero nuestra, que dé cuenta de lo que somos, de cómo sentimos, cuánto creamos y lo dispuesto que estamos a edificar otra ciudad desde la conciencia histórica, tantas veces subsumida por la indiferencia y deshecha por la traición.

Los maestros creemos en esa hazaña, estamos seguros de que antes de que la historia nos sepulte esta generación sexagenaria saltará los muros de la escuela y descolonizará los preceptos académicos y pedagógicos que la han mantenido a merced de las políticas de mercadeo, sin ninguna posibilidad de autodeterminación educativa.

La utopía del profe Munárriz Herrera plantea desatar las ligaduras del poder hegemónico y del control oficial sobre el currículo. Democratizar la escuela, humanizar la enseñanza, desde las teorías de Platón, citado por William Ospina, para quien aprender de verdad no es tanto “recibir una carga de saber nuevo sino renunciar o poner en duda un saber previo posiblemente falso”. Además, solemnizar el aprendizaje y asumirlo como la más grande de las virtudes del hombre.

Urgimos encender la mecha utópica de una educación liberadora, en términos de Freire y así contener el efecto funesto de la economía de mercado, como nos dice Ospina “cada vez se esfuerzan más porque la educación nos convierta en ejecutores insensibles de tareas con las que no estamos comprometidos. Para la macroeconomía insensible y perversa ese es el ideal: ese tipo de trabajador que no interviene ni en el diseño ni en la concepción ni en la valoración de lo que produce”; es decir, seres robotizados programados, sin voz y sin quejumbres, sujetos sumisos, obedientes, inmersos en la lógica de los sistemas de producción, en medio de un nublado ambiente de alienación y enajenación.

Pero si priorizamos la detección de los diques de contención de la utopía e iniciamos procesos de concienciación en la búsqueda de alternativas pedagógicas, sobre todo crítica, los administradores, los directivos docentes y demás autoridades, cesarán en la obediencia ciega de los enlatados académicos y pedagógicos y atenderán el llamado para participar en la construcción de una educación contextualizada, participativa, inclusiva e incluyente, sin dogmas ni saberes acabados; una educación que exprese –desde su autonomía– la historia e idiosincrasia de la comunidad de aprendizaje, una escuela liberada y liberadora, sin tapias, ni paredes que la secuestren; al contrario, los aprendizajes para la construcción de la ciudadanía desbordan la escuela, se hallan en todas sus afueras.

Recuperar los fundamentos de la pedagogía es la tarea central de la escuela de la esperanza; la búsqueda de la práctica democrática y el estímulo constante a la participación en y fuera de la escuela deben constituirse en fuerzas motoras que visibilicen la educación pública y la sitúen en el peldaño de reconocimiento social que tanto anhela la Colombia que no cesa de soñar.


Sin duda, estamos frente a una gran oportunidad. Ahora que los miles de voces del magisterio colombiano todavía hacen crujir los pavimentos de avenidas y plazas públicas. Tenemos la obligación de rescatar la pedagogía de la subordinación sometida por las ciencias de la educación, dichas ciencias: “le han impuesto (a la pedagogía) una existencia instrumental que hace del maestro un sujeto que aplica teorías producidas en otros saberes y ciencias. Al interior de estas queda reducida a los procesos que se verifican en el salón de clase, atrapando todas sus conceptualizaciones entre las paredes del aula”. (Olga L. Zuluaga, 2003).

¿Por qué escuela de la esperanza? Si atendemos la explicación que “ni el maestro ni las instituciones pueden ser interlocutores y mucho menos actores en los avances del conocimiento, son ante todo consumidores, con una relación muy pasiva ante lo que aparece en los manuales de enseñanza” vemos lo imperativo de revisar todos los componentes del currículo en sentido estricto hasta convertir los contenidos de la enseñanza en fruto de las necesidades del contexto socio cultural, económico y político, en lugar de divinizar los saberes enlatados que desestimulan la creación, el asombro, adormecen la curiosidad y tutelan el imperio de la memoria. Todo viene dicho y hecho: maestro y alumno se confieren como intermediarios de una información –a veces petrificada– sin derecho a contradecirla, violarla, reescribirla.

“Pensar la enseñanza como un acontecimiento complejo de saber y de poder, es buscar una cultura de la enseñanza y no sólo enseñar la cultura, como

hasta ahora se ha hecho. La enseñanza así concebida no es el hecho trivial y registrable, observable y cuantificable, no es el resultado de un programa preestablecido en orden a logros establecidos de antemano, sino una aventura interrogadora sin absolutos ni respuestas terminales”. (Alberto Martínez Boom, 2003 p. 211).

Este proyecto esperanzador debe atender las iniciativas regionales y locales absteniéndose de manipular el hilo delgado del populismo. Es obvio que la búsqueda alternativa de concebir un currículo democrático, autónomo, sin perder de vista el carácter nacional, involucra a las comunidades de aprendizaje más que a especialistas y tecnócratas del gobierno nacional. Le apuntamos a construir nuestro destino sin pasar por encima de la Ley, aunque las nuevas circunstancias históricas nos obligarán a replantear algunos capítulos y artículos de la Ley General de Educación. Eso sí, la movilización alrededor de la investigación debe inspirar el fortalecimiento de un gran frente deliberativo en lo académico, pedagógico, evaluativo y convivencial. Este grupo de investigadores debe dar buena cuenta de la enseñanza como punto de encuentro entre las realidades que inundan la escuela, abordada por la interacción de los sujetos que participan en la acción pedagógica. La complejidad de la enseñanza debe trascender el contenido en el sentido de convertir la información en conocimiento, no plano ni acabado, sino polisémico y abierto a la generación de otros saberes; así hablaríamos de pensar la enseñanza como un acontecimiento complejo de saber y de poder...” tal como lo señala Dino Segura (2017): “si queremos lograr en la escuela la comprensión de un fenómeno no se privilegia la relación del estudiante con la información que se tiene acerca del fenómeno. En estas circunstancias no se estudia el fenómeno sino lo que dicen otros acerca de él”.

Una educación regional, con visión universal, fundada en la polifonía cultural debe abrirse camino y derrotar las consideraciones estructurales de homogeneización de contenidos, métodos y sistemas evaluativos sustentados en lo facto de que todos los alumnos saben lo mismo, por lo tanto, los resultados deben ser idénticos.

Debemos recordar que los niños y jóvenes en su diario vivir, en la interacción comunicativa con sus pares y en la expresión de sus intereses viven una realidad, cuando llegan a la escuela se ven forzados a pensar en otra realidad que es cien años más vieja; al decir del aludido Segura “la escuela es así un viaje al pasado, no un viaje al futuro”.

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