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GENERACIÓN Z DE CARA A LA EDUCACIÓN SUPERIOR

Por: Diego Duque Zuluaga.


Recientemente las noticias han sido desalentadoras, enfrentamos momentos de crisis, económica, social y ambiental, el panorama muestra que serán momentos inclementes para las futuras generaciones, y la educación superior pública no es la excepción.


Según datos del sistema de Información del Ministerio de Educación aproximadamente de cada 100 jóvenes en Colombia, 52 acceden a la Educación Superior (técnica, tecnológica o universitaria). De esos 52, 30 entran a la universidad, 15 a la pública y 15 a la privada, 8 se gradúan en la pública y 8 en la privada, 5 conseguirán empleo y solo uno se va a pensionar.


Además, palabras como oportunidad, crecimiento y desarrollo parecen esquivas desde la óptica de los más jóvenes, a pesar de que es bien sabido que la educación es el principal factor de equidad, movilidad, superación y desarrollo social de un país. El deficiente sistema de educación pública muestra que acceder a una educación superior de calidad es cada vez más una cuestión de plata y no de talento, siendo claro que la marcada diferencia empieza desde la escuela, dado que, según datos del Banco Mundial, los estudiantes de menos ingresos tienen mayor probabilidad de no graduarse o saben menos en comparación con los que se gradúan de instituciones privadas con una mayor calidad, por lo tanto, al presentar un examen de admisión para ingresar a una universidad tiene mayor probabilidad de pasar un joven con una situación económica aventajada, dejando así al joven humilde de la vereda remota prácticamente relegado a estudiar en el Sena o abandonar de manera total su formación académica.


Aunado a ello, en el caso de que estudiantes de escasos recursos logren acceder a una universidad, muchas veces no están preparados académicamente para enfrentar los desafíos de la educación superior, lo que explica, según el estudio, niveles tan altos de deserción, al ser apenas un 50% de los estudiantes que inician sus estudios superiores los que logran terminar. Asimismo, esta última cifra se incrementa exponencialmente cuando hablamos de estudiantes que comienzan programas de ciclo corto (principalmente educación técnica y tecnológica) dejando un 53% de deserción entre estos.


Por ende, que no resulte sorprendente que los estudiantes de pocas oportunidades e ingresos bajos son más propensos a desertar que sus pares más favorecidos. Sin embargo, la educación superior está en una encrucijada porque mayor acceso no significa mayor calidad. Millones de estudiantes entran a las aulas, pero no todos acceden a opciones de calidad o verdaderamente ajustadas a las demandas actuales de nuestra sociedad; en algún artículo del periódico El Tiempo leí que aproximadamente un 54,3 por ciento de los jóvenes de nuestro país se encontraban estudiando ciencias sociales, administración de empresas o derecho, dejando a Latinoamérica y el Caribe entre las últimas posiciones en cuanto a la producción de científicos a nivel mundial. Siendo las primeras, no necesariamente las carreras que el sector productivo requiere.


Ahora bien, retomando el aspecto de calidad, es bien sabido que no somos el país con el sistema educativo más eficiente, igualitario, o equitativo, un gran problema al que nos enfrentamos pues aparte del difícil acceso a este derecho fundamental, es baja la calidad educativa impartida en muchos planteles académicos por problemas estructurales sin solución a la vista; durante la pandemia fuimos testigos de situaciones tan pintorescas, como trises; por ejemplo, estudiantes de veredas lejanas que para poder conectarse a clase tienen que subirse varios metros en un árbol para alcanzar señal, o cuando se hablaba de virtualidad, y adaptación tecnológica en pueblos donde nunca se ha tenido fluido eléctrico; haciendo cada vez más sofístico y limitado el ejercicio del aprendizaje.


Son estas las condiciones que favorecen la aparición de profesionales con grandes deficiencias y vacíos, poco preparados para enfrentar las demandas del mercado laboral actual. Por lo que no resulta descabellada la conclusión de que la calidad depende de la capacidad del bolsillo y que por el Gobierno no se ha distinguido y asumido como un derecho digno y universal sino dependiente del sustento económico que se tenga para adquirirla, tornándola en un privilegio para unos pocos.


Se perpetúa así un círculo vicioso que evita que la sociedad colombiana pueda explotar al máximo sus potencialidades académicas y productivas, imposibilitándole emprender el verdadero camino del desarrollo económico, social, cultural y colectivo de manera competitiva, pues el bajo acceso a la educación superior de calidad consolida la marcada tendencia de graduar pocos profesionales, principalmente en carreras no científicas, mal preparados y con pocas o nulas oportunidades de ejercer lo “aprendido”.


Resulta necesaria y urgente una regulación que brinde y fomente la calidad, pero principalmente una conciencia política que reconozca la importancia estratégica y a largo plazo de la educación de tal manera que se adopten medidas de fondo con ejecuciones más sólidas, de calidad y multidimensionales en todos los frentes, con impacto y penetración en todos los rincones y estratos socioeconómicos.


Colombia es la tierra de los talentos sin oportunidades y de los héroes forjados a pulso y sin apoyo.

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