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¿PUEDE UN JUEZ DARLE ÓRDENES AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA?

Los creadores del Constitucionalismo Liberal de los siglos XVII y XVIII, creyeron que con la fragmentación del Leviatán, mediante la separación de los poderes, “era posible neutralizarlo y exorcizar su poder demoníaco”. (C fr. Karl Loewenstein, Teoría de la Constitución, p.61).



Por: Álvaro Echeverri Uruburu.



El Presidente de la República, Iván Duque Márquez, en uno de esos actos de autismo antidemocrático, cada vez más frecuentes en su comportamiento como gobernante, manifestó, en un lenguaje inequívocamente retador, que sancionaría la ley de presupuesto recientemente aprobada por el Congreso de la República, en contra de lo dispuesto por el fallo de tutela expedido por la Juez 3ª. Administrativa de Bogotá, “Pues a él como Presidente ningún juez podría ordenarle que ley podía firmar y cuál no”.


La caparazón de estúpida arrogancia en la cual parece haberse refugiado el presidente como mecanismo de autodefensa para enfrentar su creciente desprestigio, le ha impedido entender el sentido de la decisión tutelar o, peor aún, parece que ni siquiera se tomó el trabajo de leer su parte resolutiva. Pues en verdad lo que la funcionaria judicial dispuso, al amparar los derechos fundamentales al debido proceso e igualdad del demandante en relación con los próximos debates comiciales, consistió en “ordenar al Presidente de la República, a los representantes legales de las entidades públicas del orden nacional y del sector descentralizado territorialmente, abstenerse de dar aplicación a la modificación realizada al parágrafo del artículo 38 de la ley 996 de 2005…” por medio de la Ley de Presupuesto aprobado por el Congreso de la República para la vigencia fiscal del próximo año.


Esta decisión judicial– que vale la pena aclararlo tiene un carácter transitorio, esto es, que se trata de una medida cautelar hasta tanto la Corte Constitucional se pronuncie de fondo sobre este asunto–, busca mantener vigentes las prohibiciones contenidas en el citado parágrafo del artículo 38 de la ley 996 de 2005, conocida generalmente como “Ley de Garantías Electorales”, en lo relativo a la “celebración de convenios interadministrativos, la ejecución de recursos públicos, la participación, promoción y destinación de recursos públicos de las entidades” del orden nacional, regional y local, a fin de evitar que la actividad contractual de las autoridades públicas en los distintos niveles de la Administración, así como la destinación de los dineros estatales, se dirijan a favorecer a determinadas campañas políticas o a candidatos afectos al oficialismo gubernamental.


Así pues, de la simple lectura de la parte Resolutiva del fallo de tutela, se desprende, sin dificultad alguna, que el juzgado Tercero Administrativo de Bogotá, nunca ordenó al Presidente de la República abstenerse de sancionar la ley de presupuesto, no obstante que está contenida la modificación inconstitucional de la “Ley de Garantías Electorales” qué, teniendo naturaleza estatutaria, no podía ser reformada sino por una ley de igual jerarquía normativa, condición que ciertamente no cumple la ley ordinaria de Presupuesto. Pero esto último es un asunto del cual no nos ocuparemos aquí.


Importa sí, responder al interrogante que sirve de título al presente escrito y que toca uno de los fundamentos esenciales del Estado de Derecho. ¿Puede un juez o un Tribunal de la rama judicial darle órdenes al gobierno y en particular a la cabeza de este, sin que con ello se afecte la separación y autonomía de esta rama del Poder Público?

Conviene, para responder a esta cuestión, efectuar una comprimida síntesis de la evolución del Constitucionalismo liberal, desde sus comienzos, durante los cuales la Rama Judicial era considerada una institución “casi invisible” de acuerdo a la concepción de Montesquieu o la “más débil” de los tres poderes del Estado liberal según expresión de Hamilton, hasta llegar al presente, en el cual, los Estados Democráticos contemporáneos han visto surgir una judicatura protagónica y cada vez más poderosa. Al amparo imitativo del artículo 157 de la Constitución Francesa de 1791, en los inicios del proceso revolucionario de esa Nación, el principio de irresponsabilidad del Ejecutivo como promotor principal de la legislación, y del legislativo como su creador, se extendió a toda Europa a lo largo del siglo XIX, favoreciendo los absolutismos en vez de debilitarlos.


Conviene recordar entonces el contenido de este célebre artículo, que sin duda hacía y hace las delicias de muchos gobernantes con aspiraciones autocráticas: “los Tribunales no pueden inmiscuirse en el ejercicio del poder legislativo, ni suspender la ejecución de las leyes. Tampoco pueden realizar funciones Administrativas, ni citar ante ellos a los administradores en razón de sus funciones”.


Con el tiempo, el crecimiento exponencial del aparato burocrático del Estado moderno, como consecuencia de la asunción de múltiples funciones que tocan todos los aspectos de la vida de un individuo, lo mismo que los correspondientes al desarrollo de la sociedad en su conjunto, requirió la intervención de los jueces para controlar los eventuales abusos y extralimitaciones que ese crecimiento funcional pudiese provocar. A este propósito sirvió la creación de la Justicia Administrativa en Francia y en otros países que siguieron su ejemplo.


De otra parte, durante la década 20-30 del Siglo pasado en Europa, la legislación de los parlamentos legitimó el ascenso de los Regímenes fascistas como ocurrió particularmente en los casos de Italia, Alemania y Portugal. La ley exaltada como expresión de la “voluntad popular” rousseauniana, había demostrado durante ese periodo que podía dejar de ser garante de los derechos ciudadanos para convertirse en la mayor amenaza a las libertades y fuente sistemática de las peores injusticias. Esta devaluación de la ley, convenció a los redactores de las Constituciones de la segunda posguerra que era necesario controlar al proceso legislativo por medio de la Justicia Constitucional. A partir de entonces, el poder de los Jueces Constitucionales ha venido incrementándose, como lo señaló hace algunos años, el Constitucionalista francés, Louis Favoreau, cuando habló de “la marcha triunfal de los Tribunales Constitucionales”.


A los fenómenos descritos, se unió la debilidad cada vez mayor de los Parlamentos y Congresos para ejercer el Control Político sobre el ejecutivo, como consecuencia de la subordinación de sus miembros obtenida esta por la vía de la llamada “disciplina para perros” que impera en los partidos de gobierno dentro de los sistemas parlamentarios o a través de la compra de las conciencias mediante el otorgamiento de recursos presupuestales o de cargos en la burocracia dependiente del ejecutivo para favorecer a las clientelas de los congresistas, como ordinariamente ocurre en los regímenes de tipo Presidencial.


Bajo estas circunstancias, los sistemas políticos se han visto obligados a entregar a los jueces y tribunales la “enorme responsabilidad de proteger a los ciudadanos contra los peligros de una legislación sin control” (K. Lownstein) que puede desconocer los derechos fundamentales de sus ciudadanos.


Ni a Montesquieu, ni a ninguno de los primeros redactores de Constituciones en uno u otro lado del Atlántico, se le pudo ocurrir que el poder judicial llegaría a convertirse en “una fuerza de oposición frente al gobierno y al legislador” o, cómo diríamos hoy, un verdadero contrapoder. Lo cual, desde luego siempre asustará a “los amigos del orden por el orden”.


Dentro de la evolución Constitucional ciertamente “activista” de parte de la Judicatura, el control judicial sobre los actos del legislativo y del ejecutivo, nace de la concepción según la cual los jueces tienen el derecho de valorar, con fundamento en los parámetros fijados en la Constitución, las decisiones político-legales y político- administrativa del legislativo y del ejecutivo, con la finalidad de amparar e, incluso, realizar los derechos fundamentales de todas las personas.


Frente a esta posición, ya no vale la tesis sostenida durante mucho tiempo de la intangibilidad judicial de las llamadas decisiones puramente políticas (“las polítical questions” del sistema norteamericano o los “actes de gouvernement” del derecho francés). Ningún acto de autoridad puede escapar al control de los jueces. Es esta una función legítima de ellos, para lo cual la Constitución ha colocado bajo su responsabilidad en ejercicio de mecanismos procesales para la defensa y protección de los derechos de las personas, como El Amparo o la Tutela, lo mismo que las acciones de cumplimiento y las colectivas o de grupo.


Finalmente, para evitar caer en la sustitución de las funciones que corresponden al legislador o al ejecutivo, acertadamente la juez 3ª. Administrativa, determinó la no ejecutoriedad de la modificación realizada por el Congreso a la “Ley de Garantías Electorales” como medida cautelar, dejando la decisión definitiva al intérprete último de la Constitución, la Corte Constitucional.


Habrá que ver si en el ínterin, el Presidente de la República, que tanto predica sobre el cumplimiento del principio de legalidad, acata las restricciones que le ha puesto la tutela con la finalidad de salvaguardar los principios de transparencia e igualdad de competición que deben regir en el desarrollo de unos comicios auténticamente democráticos.


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