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PALABRA DE MAESTRO: POLISEMIA DE LA PAZ

Por: Fare Suárez Sarmiento.

“El oficio de nuestros gobiernos es imponernos un día las grandes soluciones, y pasarse el resto de su vida tratando de explicarnos porqué no funcionaron, buscando a quien culpar por su aplicación defectuosa”.

W. Ospina.


En Colombia, se han instalado múltiples vocablos en la conciencia colectiva hasta causar una ebriedad, que estimula la repetición espontánea y hasta inconsciente, sin importar si el contexto discursivo las exige. No es extraño escuchar niños invocando la equidad cuando han sido objeto de reparto desigual. También los adultos apelan al vocablo democracia en situaciones donde prima la imposición; ni qué decir del término paz, que suena en canciones, poemas, diatribas, y retumba en gritos coreados durante movilizaciones callejeras.


La palabra paz, semeja hoy un dulce, que salta de boca en boca. Ha sido tan enorme la carga publicitaria que dentro de poco tiempo se recitará sin ganas. No existe medio informativo que no la use, ni político que no refuerce su plataforma de campaña con unas plumas de la paloma blanca. Cualquier persona la acuña en circunstancias de adversidad o de contradicción; sinembargo, el término se activa en unos escenarios de expresión semántica que les son propios, los cuales evitan su uso indiscriminado. Cada segmento del croquis económico del país imprime a la paz su significado auténtico. Para la élite nacional, la paz quiere decir salvaguarda de su familia, bienes y riquezas; como también salvamento de la vida durante los desplazamientos hacia sus fincas y haciendas, principalmente.


Para los industriales y empresarios, la paz va asociada con domesticación de trabajadores, descargas tributarias y libre subvención a las campañas políticas de parlamentarios y altos aspirantes al buró público. Para los políticos, la paz puede ser una guarida de resguarde durante procesos eleccionarios, o sencillamente una trinchera desde donde disparen ráfagas de odio contra los pacicultores. Para los mineros, la paz debe ser que les permitan seguir arrancándoles lágrimas a la tierra por la explotación inmisericorde de sus minas. Para los pobres, sembrar los caminos del país con fértiles semillas de paz, alude al restablecimiento del derrumbe moral-institucional, deshojando el libro sagrado de la justicia y penalizando sin atenuantes a los responsables de la compra de la reelección de Uribe, a los culpables de la farsa desmovilizadora de paramilitares, a los policías y militares, verdaderos asesinos de los cientos de inocentes campesinos y jóvenes activistas bautizados como agentes de la primera línea durante las movilizaciones del paro nacional en el año 2019, o aquellos ya prácticamente en las páginas del libro del olvido, ejecutados sin misericordia, dentro del programa falsos positivos.


Si la guerra es un negocio, no podemos imaginarnos la cantidad de presupuesto que se derrama sobre organizaciones privadas inyectadas por el Estado, pero con el cursi y ridículo papel de movimientos reivindicadores de derechos humanos.


Así, en el mercadeo de la paz surgen, entre tantas otras: la Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, País Libre, Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, Movimiento de Crímenes de Estado en Colombia, Colombian Human Rights Network, Comisión Vida Justicia y Paz. No es casual que, cada vez que haya un evento calamitoso de alto impacto político y social, el gobierno apadrine algún grupo u organización no gubernamental que recoja las lágrimas de los dolientes y pretenda reivindicar –o mejor– cobrar por los muertos, desaparecidos o desplazados. Algo parecido al acto de defecación del gato, que intenta cubrir con tierra su vergüenza, no la mierda.


La dolorosa recordación de los colombianos de la seguridad democrática dejó tendida una columna de dudas que se ha venido propagando por todas las esquinas de nuestra geografía nacional, en contra del eventual éxito del acuerdo con la guerrilla. Aquella rimbombancia expresiva contagió a los políticos de la pandilla de Uribe por su sonoridad y por el poder que inspiraba, aunque el vacío semántico aún le duele a la lingüística. La seguridad democrática engendró uno de los ejes más perversos de la política uribista cual fue la confianza inversionista; traducida en literal lenguaje como el despoblamiento de selvas, montañas, bosques y fuentes hídricas naturales para que los extranjeros en contubernio con la élite criolla hicieran brotar sangre de la tierra, violarla con sevicia, ultrajarla y exprimirla hasta cortarle la respiración, y para que los terratenientes pudieran desplazarse por las vías sin el riesgo de ser secuestrados. Según la estrategia de Uribe, el exterminio de las Farc garantizaba el incremento de la explotación de las riquezas naturales como el carbón, cuyos yacimientos han disminuido sus latidos y su vida se extinguirá dentro de unos cuantos años.


¡Claro que no hay guerra! Lo que vivenciamos los colombianos es el desplazamiento forzado de la guerrilla a sangre, fuego y bombas, para que los parques naturales y las reservas indígenas sigan siendo asolados por los neocolonizadores transnacionales. Solo en el año 2.009, el gobierno de Uribe Vélez otorgó cerca de diez mil títulos a las más grandes multinacionales del planeta.


La paz, como la entiende la mayoría de colombianos, no deviene con la firma del cese al fuego entre los militares y la guerrilla, sino con la eliminación de las causas que propician el enfilamiento de jóvenes torturados por la ningunación e invisibilidad social, sin posibilidades de crecimiento personal en una sociedad cuya minoría decide quienes de los otros cuarenta millones llegará a viejo.


La paz empezará a sonar con tonalidades de concierto cuando la democracia deje de ser una mamadera de gallo, cuando la economía se base en la explotación del suelo propio y no en la venta inclemente de la mitad de nuestra tierra virgen, en espera de que gobiernos y gobernantes se percaten de que podrían ser registrados por la historia con solo explotarla para la alimentación de todos los habitantes durante cien años, en un casi eterno ciclo reproductivo de materias primas que habitan en nuestro suelo.


No somos escépticos sino realistas, la paz no se cristaliza con la firma de un documento al lado de las Farc. Ahora con el ELN; esa es la paz militar, pero el gobierno de Gustavo Petro le quedaría debiendo a la mayoría de los colombianos, la paz política donde las vulgaridades del sistema electoral se destruyan; el desprestigio de lo público se detenga para que la venta de la salud, de la educación y de todo el aparato productivo del Estado llegue a su fin; la paz económica en la cual las llaves de las arcas del erario se oculten en el fondo del mar hasta donde no alcancen las largas pezuñas de los corruptos, como bien lo anota William Ospina en su columna del periódico El Espectador, publicada el 13 de diciembre del 2.014: “Una dirigencia acostumbrada por siglos a la corrupción, a hacer negocios privados con la riqueza pública, está lista para vender al mejor postor esa riqueza, con la conocida falta de patriotismo con que fue capaz de ceder la mitad del territorio nacional en los litigios fronterizos y el proverbial egoísmo con que ha condenado a la sociedad a la precariedad, a la mendicidad y a la desesperación”.


En la inminente repartición de beneficios con la firma definitiva del acuerdo con las Farc, y ahora con el ELN, los partidos de derecha y de ultraderecha se llevarán la mejor parte. Suponemos que se viene el discurso alentador de la reconstrucción de la fracturada democracia y qué mejor opción para liderar ese proceso que los conservadores y liberales, como también los arribistas, seguramente avalados, aplaudidos y legitimados por el pueblo.


Pero esta presunta paz extensiva, que no deja ni al raponero por fuera de sus aplausos, debería de preocuparnos más. Tendría el país que abolir el código penal, o el MEN la cátedra de las universidades. No hemos siquiera estrechado la mano del ELN y ya pretendemos abrazarnos e ir a tomar cervezas a la cantina con los Uribeños, o jugar dominó con los Pachenca, o tirarse un picadito de fútbol con los Costeños, o volar cometas con la Oficina y jugar bolitas de uñitas con los Mexicanos.


Este caluroso abrazo tendrá que esperar el gobierno de muchos Petros más. Si no hallamos las verdaderas causas del reclutamiento voluntario de los niños, mujeres y jóvenes; y si no combinamos estrategias eficaces de subsanación, con aplicación al pie de la letra del código penal, nos pasaremos la vida escuchando a los criminales, violadores de menores, descuartizadores y sicarios, con sus voces lastimeras y lágrimas de metal, pidiéndoles perdón a las familias de las víctimas; algo así como la extensión cínica del chiste al que hemos venido asistiendo con los paracos y los guerrillos.


Es innegable que esta será una gran ocasión para considerar el final del conflicto una oportunidad de decirle al gobierno que la firma de los acuerdos con las guerrillas y el llamado a la convivencia pacífica con los grupos criminales, es apenas uno de los eslabones de la paz; los demás permanecerán ahí latiendo en cada pedazo de Colombia, en cada muerto por inanición o desatención en salud, en cada niña violada, en cada falso positivo, en cada barrio sin agua, sin luz, en cada ciudadano sin empleo, en cada niño fuera del sistema escolar, en cada transeúnte asaltado, en cada joven apresado en la droga y la delincuencia, en cada perversidad de los paramilitares, en cada exoneración de cárcel de los políticos y magistrados. Cuando cesen los latidos, le podremos preguntar al país si deshacemos el pacto.


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