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PALABRA DE MAESTRO: POLÍTICAS EDUCATIVAS AL TABLERO

Actualizado: 11 sept 2021

Por: Fare Suárez Sarmiento.


No obstante, la sicología cognitiva haya venido pregonando la experiencia científica de los modos diferentes de ser y de aprender, las políticas educativas persisten en su univocidad y rigidez dentro de las expresiones del currículo escolar. Contenidos, modelos, métodos, sistema de evaluación y demás componentes de la estructura curricular, idealizan un sujeto aprendiente del que no se tienen en cuenta los contextos socioeconómicos, políticos, culturales, afectivos y motivacionales. Más bien, dichas políticas provocan brechas irreconciliables que asignan una perversa estratificación académica afianzada ingenuamente por la escuela, debido a la ausencia de análisis, reflexión y debate frente a los recetarios curriculares impuestos por los gobiernos de turno. Una escuela sujeta a cánones que encarcelan el pensamiento libertario y un currículo enmascarado con la ciencia y la tecnología, “a pesar de la esperanza de la ilustración de que la ciencia podía disipar el dogma y la superstición, la ciencia ha pasado a ser crecientemente dogmática en relación con sus ansias de conocer, y la fe supersticiosa en el poder y en los productos de la ciencia se ha generalizado.” (Kemmis S. p.122). No podría ser de otra forma si “el pensamiento al que aludimos y al que aludiría la enseñanza, no puede ser aquel que resulta de un conjunto organizado y sistemático de secuencias previamente diseñadas, o a lo menos, previsibles, cuyo camino tendría que seguir un sujeto para llegar así a una meta esperada, deseada y más o menos conocida, por lo menos por quienes guían el proceso, sino un pensamiento que brote de la interrogación, la duda y la confrontación, capaz de activar las ansias de saber, de contradecir, de afirmar y negar, de rechazar y admitir; no la verdad petrificada, sino la verdad construida dentro de las múltiples posibilidades de significación desde la perspectiva social y política del individuo y desde la visión de mundo marcada por la condición de clase. No de otra forma se puede entender la inclusión educativa, estigmatizada por el anclaje en la tradición del dogmatismo académico-científico, el control técnico sobre el currículo y la práctica aberrante del poder de la falsa sabiduría contra el supuesto vacío conceptual de los aprendientes. “La enseñanza así concebida no es el hecho trivial y registrable, observable y cuantificable, no es el resultado de un programa preestablecido en orden a logros establecidos de antemano, sino una aventura interrogadora sin absolutos ni respuestas terminales..., pensar la enseñanza como un acontecimiento complejo de saber y de poder, es buscar una cultura de la enseñanza y no solo enseñar la cultura...” (Destacado del autor: Alberto Martínez, p. 211.)


La nueva concepción de currículo cimentada sobre los principios de la ortodoxia neoliberal maniata la capacidad de maniobra pedagógica de la escuela. Los contenidos, como ejes integradores del currículo, se presentan acabados, uniformados con la ideología dominante en forma de cápsulas dispuestas para su ingestión; pequeñas dosis que fijan el principio y el fin del conocimiento sin importar su grado de fosilización. Saberes enlatados que el sistema debe esparcir como pandemia a lo largo de Latinoamérica, sin distingos de raza, peldaño socioeconómico, tradición cultural, ni mucho menos diferencias individuales de aprendizaje.

Planes y programas que excluyen los intereses y expectativas de aquellos grupos sociales que se hallan al margen de los estándares internacionales, aunque luchan por situarse cerca de los nacionales. Esfuerzo que la escuela pasa por alto en virtud de las exigencias normativas de la evaluación resultadista, entendida como mecanismo de control y garantía del funcionamiento adecuado del sistema, sin detenerse a reflexionar que en la política de trazo neoliberal “el currículo se convierte tanto en una “tradición selectiva” como en una práctica engañosa, que proporciona a los estudiantes formas particulares de conocimiento, ideológicamente codificadas de manera similar a los bienes y servicios que han sido sometidos a la lógica de la comodificación.” (McLaren, p. 49). Decisiones excluyentes donde la ciencia se viste de experimentos copiados y reproducidos. La investigación apenas alcanza la denotación de búsqueda de información para asimilación literal, sin opciones de conversión en nuevo conocimiento; en fin, contenidos atemporales beatificados por el uso de varias generaciones cuyo estacionamiento impide que la escuela se temporalice con el vértigo de los saberes cambiantes y con las transformaciones políticas y económicas obligadas por la hegemonía del capital global. Un currículo incluyente posibilita el aprecio por los avances tecnológicos y científicos, sin parcelas, ni trozos, promueve la metateoría investigativa y reformula las tesis que sustentan el valor de la tecnología como presupuesto del avance socioeconómico de los países en desarrollo. Difícil creer que el behaviorismo curricular de corte neoliberal podrá iluminar la oscuridad educativa del segmento innominado de la sociedad, para el cual diseña las políticas de reduccionismo económico con el fin de declarar la educación, bajo su responsabilidad constitucional, insostenible y así someterla a la más escarniosa subasta, a merced de la voracidad del capital particular.


Inclusión y equidad son dos vocablos posicionados en la conciencia social como hitos esperanzadores, flatus vocis hospedados en la alcancía lingüística de los maestros sin que hayan alcanzado su verdadera connotación política, puesto que “no todos (los alumnos) están en la misma posición de partida a la hora de acceder a la educación. “Enseñar todo a todos”, entonces, no se logra ofreciendo a todos los mismos, y de la misma manera. La misma oferta suscita en diferentes sectores y en diferentes sujetos, experiencias y resultados disímiles.” (Narodowsky M. p.. 21).


A pesar de que la pedagogía moderna insta la escuela a valorar y tener en cuenta el conocimiento que el sujeto lleva a la escuela con el objeto de incorporarlo, compararlo y adecuarlo a su nuevo aprendizaje, los estándares curriculares desechan cualquier asomo de asociación entre los presaberes y el conocimiento por venir. Las distintas formas de ser, sentir, pensar y actuar sobre la realidad que han venido articulando la práctica social –como fundamentos de formación ciudadana– sufren la primera derrota desde los inicios de la escolaridad. Ningún aprendizaje derivado de la socialización primaria es bienvenido. La escuela no tiene espacio ni tiempo para incorporarlo en su agenda de planes y programas; más bien lo descalifica asumiendo la concepción burguesa de que la cultura nace en la escuela. “Enseñar todo a todos”, de la misma manera, no solo promueve la inequidad sino reafirma la exclusión.

Este imposible pedagógico debatido y teorizado en abundancia entre académicos, pedagogos y sicólogos no ha logrado alertar a los gobiernos latinoamericanos quienes insisten en la estandarización del aprendizaje y el implante de competencias básicas sin límites ni excepciones, ni mucho menos atención a los preceptos científicos de las neurociencias, los cuales marcan las diferencias tanto en los enseñantes como en los aprendientes desde los estilos y ritmos de aprendizajes y la dominancia genética, hasta los intereses y motivaciones que facilitan los procesos de adquisición y aplicación del conocimiento.


El currículo inspirado en el mercantilismo global sepulta cualquier posibilidad de acercamiento de las clases ahogadas en el lodazal de la desesperanza, con el conocimiento relevante, pertinente, científico y capaz de invitar a soñar no tanto en manosear la riqueza como alejarse de la pobreza. Al contrario, los pocos jóvenes que logran resistir las prácticas añejas y descontextualizadas de la escuela apenas alcanzan a circular por la estrecha hendija social que les abre el diploma de la educación secundaria. Como es lógico suponer, el mercado laboral no está disponible para que abandone la inopia, solamente, le permite cancelar la perpetuidad de la miseria; pero la dignidad humana continúa sujeta a los embelecos del mercado. El subempleo, el trabajo a destajo, la venta ambulatoria, la maquila y el rebusque, constituyen otra forma de marginalidad que envía señales desalentadoras a quienes recién ingresan a la escolaridad. Los que logran fugarse hacia la educación superior en procura de la satisfacción de su apetito social y del ascenso económico son los héroes que le sirven de evidencia a los capitalistas para demostrar que el sistema funciona, tal como lo sustentó la retórica neoliberal en el Consenso de Washington: “...la ética individualista que reconoce el valor del esfuerzo, de la tarea ardua y constante, del amor al dinero y al progreso material, la admiración a los triunfadores, la satisfacción espiritual y material de ser un ganador en la vida...” (Pablo Gentili).

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