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PALABRA DE MAESTRO: PEDAGOGÍA PARA LA PAZ

Por: Fare Suárez Sarmiento.


Cada vez se torna más urgente la inserción de la Historia de Colombia en el currículo escolar, no la maquillada, manoseada y hasta envilecida por los expertos, sino la suma de eventos que día tras día marcan la realidad de la vida nacional. Nos referimos a la historia sufrida que la oligarquía criolla nos ha forzado a padecer desde mucho antes de la firma del armisticio partidista que originó el Frente Nacional en 1958, no a la historia poética de héroes y heroínas liberando pueblos del yugo español. Ya ha sido suficiente la historia contada por entregas en cuadernillos y libros coloreados, cuyos pasajes heroicos eran representados en escenarios improvisados en los patios de las escuelas según correspondiera la fecha patriótica.

Truenan las metralletas, retumban las bombas, se derriban aviones, se incendian caseríos, niños, mujeres y ancianos mueren calcinados, otros tantos aserrados y sus trozos de cuerpo arrojados a los ríos, enormes cordilleras humanas huyéndole a la devastación inclemente.


Estos hechos configuran apenas renglones noticiosos que saturan la atención internacional por dos o tres días, mientras surgen otros actos dantescos que sólo llenan la bitácora de las estadísticas policiales. Aquellos tiempos macondianos en los que los músicos acompañaban un entierro por ser “el primer muerto natural en muchos años”, nos atizan la memoria hasta recordarnos en palabras de William Ospina que “esta es una sociedad que fabrica monstruos a ritmo industrial... que la verdadera causante de todos estos monstruos es la vieja dirigencia colombiana, que ha sostenido por siglos un modelo de sociedad clasista, racista, excluyente, donde la Ley es para los de ruana, y donde todavía hoy la cuna sigue decidiendo si alguien será sicario o presidente”.(1) Esta es la historia contada para los adultos, los niños y jóvenes carecen del espacio y del tiempo para sostener diálogos silenciosos con los noticieros y así indagar con los padres o mayores acerca de la veracidad o responsabilidad de los autores de la sangrienta historia colombiana.


Pero la escuela ha estado ahí por siempre, escuchando, observando y repugnándose del olor de la sangre decente e inocente que corre desde lo más recóndito del país, y apenas condoliéndose del dolor de los herederos que llega a sus aulas. No hay que temerle a la ocasión, la escuela goza del tiempo y lugar para plantar en las aulas, pasillos y patios el debate sobre lo acontecido con el grupo disidente de las Farc. No hay duda de que el calor de los sucesos ofrece garantías a la escuela para descurriculizar la historia que hospeda un hermoso y bien decorado himno nacional y reflexione y proponga líneas razonables y argumentadas sobre la realidad y la verdad que encierra la política de gobierno la cual se ensañó en “diseñar la economía pensando solo en vender las riquezas naturales, explotando el suelo desnudo, despojó de estímulos a la producción, vulneró la ética del trabajo, estimuló el culto a la riqueza sin esfuerzo y fortaleció la corrupción.” (2)


La escuela debe empezar a vencer sus temores, hoy –más que ayer– debemos los maestros de Colombia iniciar la siembra de la conciencia nacional donde la política y las instituciones que la expresan sean objeto de estudio y de empoderamiento en los niños y jóvenes. Ellos tienen derecho de conocer las razones de su ninguneo social y desvalidez económica; cuando la escuela les ofrezca la oportunidad de reconocer el origen de las piezas políticas y económicas que impiden ensamblar sus vidas con dignidad, dejarán de ser legiones de ignorantes que venden el voto sin vergüenza alguna, porque no distinguen su valor histórico.


Ya que el Acuerdo de Paz con las Farc, excluyó a la juventud de los procesos de reingeniería social del país, bien podría la escuela concienciarlos sobre la necesidad de prepararse, formarse para exigirle al gobierno su inclusión como ciudadanos en ciernes, porque al decir del referenciado Ospina: “es prioritario brindar a los jóvenes la oportunidad de protagonizar los cambios civilizados, para lograr incluso algo asombroso pero harto posible: que la proverbial abnegación de los jóvenes les permita ser ejemplares para una sociedad que nunca supo ser ejemplar con ellos.”


ESCUELA: TERRITORIO DE PAZ


El seguimiento a las huellas de la violencia armada en Colombia, exhibe la escuela pública oficial como uno de sus más aciagos destinos. No de otra manera podríamos considerarla si a pesar de la deposición de armas, de los juramentos católicos, de los llantos a gotas, de los arrepentimientos públicos y de las promesas de no repetición desde La Habana, los agentes educativos no han logrado un sincero desarme de conciencia, una firma de pacto ético, pedagógico y convivencial. Ha sido tan insostenible el mantenimiento de la concordia, de la buena salud espiritual y de la activación permanente del saber ser, que el afecto, la comprensión y la tolerancia como factores claves de la humanización de las relaciones escolares han llegado a la pretensión de instaurarse por Decreto, como la Ley 1620 de 2014, para citar un ejemplo que llegó a reforzar y legitimar los Manuales de Convivencia, antiguos Control Disciplinario.


La Ley 1732 de 2014 y su Decreto Reglamentario 1038 de 2015 no convertirán la escuela en un edén académico por arte de magia. Ya lo ha dicho el poeta William Ospina: “la guerra no termina cuando se cuentan os muertos, sino cuando se eliminan sus causas”… Sin embargo, los dos flancos políticos que avivan el incendio y mantienen en alerta a los bomberos, se fingen enemigos hasta cuando pactan la repartición del poder al frío de un trago y en un club de ambos.

Se necesitan -por lo menos- dos bandos y una razón para iniciar una guerra y la voluntad de todo un pueblo para convivir en paz. Aquí radica el problema; mientras el odio patrocina la guerra y las armas la activan, la convivencia deshumanizante la perpetúan. Los niños de hoy son herederos obligados de una generación que apenas vivió el amor en los labios, adultos intoxicados por un odio también heredado que se ha expresado en la violencia inter e intrafamiliar, actitudes y acciones incomprensibles que hacen estallar vecindarios, barrios y ciudades.


Lo peor es la hipocresía social. La sociedad carga sobre la escuela la enorme responsabilidad de formación de los niños; exige de los maestros la estereotipación de modelos para los hijos, sujetos ejemplares dignos de emular que contradigan y repulsen la imagen de padres y demás adultos. Se les olvida a quienes así piensan que la escuela no es una fábrica de valores auténticos de los que nadie pueda rehusar, sino un recipiente cultural reproductor fiel de la ideología dominante con sus valores inauténticos, propios del vértigo capitalista. Mientras el componente axiológico de la solidaridad promueve el trabajo en grupo entre los niños, la ayuda mutua y la comprensión del otro, las demandas del mercado impulsan el individualismo, la competencia y el egoísmo.


De esa hipocresía enquistada en la sociedad estamos hablando. De esa que gasta océanos de dinero en desarmar a un sector protagonista de una guerra parcial, en tanto ignora las semillas regadas en la escuela a las cuales el gobierno pretende erradicar a punta de decretos. Es decir, la paz coyuntural con el ELN cuesta billones de pesos, nada parecido a la contención de potenciales insurgentes en la escuela, cuyo presupuesto no pasa de medio millón para las instituciones que gozan de algún prestigio; las demás, que Dios las ayude.


La paz se tiene que posicionar en la escuela no como una cátedra sino como un proyecto sociocultural, etnográfico, antropológico y resiliente que desborde lo educativo y restablezca el verdadero sentido de la democracia, desde donde se desprendan la justicia social, el reconocimiento y respeto de los derechos, la humanización de las relaciones y el enaltecimiento de la dignidad humana.

(1)OSPINA, William, De la Habana a la paz, p.133, Debate, 2016.

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