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PALABRA DE MAESTRO: LOS JÓVENES Y LA POLÍTICA

Actualizado: 11 sept 2021

“Tener con qué comer no garantiza que alguien se porte bien. Pero no tenerlo francamente exige que uno se porte mal”.


W. Ospina.


Por: Fare Suárez Sarmiento.


La nueva generación piensa que el blandir de sables para decapitar la moral del otro es un acto novedoso en el concurso eleccionario del país. También les cuesta creer que todas las aberraciones que escuchan y leen acerca del honor de los candidatos y sus familiares obedecen a una dispatía transitoria que no alcanza a mutarse en odio. Las presuntas tensiones que experimentan en los escenarios de las redes sociales, por ejemplo, descargan fuertes dosis de rechazo que a la vez incuban indiferencia frente al hecho político. Sin embargo, es tanta la tinta que corre por páginas y tanto el discurso enardecido y disfemístico que surge espontáneo en esquinas y plazas, que muchos jóvenes se antojan por descubrir si esta Colombia anda ensayando una forma dantesca de democracia donde la perversidad reemplace la honorabilidad y los valores axiológicos sólo sirvan para amenizar el canto de los salmos, o sencillamente, nuestra historia sigue latente desde su génesis marcada con la confrontación partidista por el poder que forzó a los jefes de los liberales y de los conservadores a fumarse la pipa de la paz y prestarse el dominio del país en lo que bautizaron con un nombre de mucho olor patrio: Frente Nacional.


Apáticos les dicen unos, folclóricos y despistados, la mayoría; pero no son ni están así. La juventud colombiana había detenido el grito “basta ya” porque los adultos no posan de buenos interlocutores, por lo menos creen que el tema político desborda la comprensión de los menores, aunque saben que viven más expuestos al diluvio de información de lo que se podría imaginar. O acaso no son testigos del infernal linchamiento público entre los candidatos que impide que el ciudadano conjugue las promesas de buenas acciones y las posiciones en su conciencia desde donde fluirá la sabia decisión electoral.


Vivimos unos tiempos en los que el presente corresponde a los adultos mientras que los niños y jóvenes tienen garantizada la sibilina invisible de un mundo lleno de entresijos. El futuro designado para los menores, yace en el deseo de los adultos. El cumplimiento de tales deseos dependerá del presente modelado por los mayores.


Nos referimos a los menores a quienes aún la pubescencia los obliga a satisfacer los caprichos de los padres esforzándose por demostrar quién es el que manda. Hablamos de los bachilleres en ciernes, confundidos, sin la orientación atinada de la escuela y arrinconados en sus casas, los que buscan en el celular a quién parecerse para así por momentos huir de las imposiciones de los adultos.


No es del todo cierto que el corte de cabello imperial, la depilación de piernas y pubis y algunos retoques leves de cejas, mejillas y labios tomados furtivamente del tocador de la madre o la hermana, convierten al púber en hipster; claro que no, el salto a los estudios superiores lo irá aderezando con el mundo que antes le era indiferente. La elocuencia, el dominio técnico-científico y hasta la arrogancia del docente, le irán desprendiendo uno a uno los adornos impostados copiados de artistas, músicos y deportistas. La mirada que el profesor dejará caer sobre los piercings, aretes y colas de caballo, irá diciéndole al joven, ya adolescente, que reconozca y adopte el nuevo escenario como el lugar de privilegio donde sus ideas y puntos de vista serán valorados. Empieza ahora el codeo con otras visiones de mundo y el proceso de comprensión de que algunos o muchos de los otros no piensan igual y que a pesar de esas diferencias, los puños no llegan a ser una opción para aproximarse a los acuerdos conceptuales, como solían serlo en la época en que un apodo o la disputa por un pupitre podían activar el Kid Pambelé que los púberes llevan adentro.


Llegaron a la etapa de la vida en la que la pereza de la rutina se convierte en energía para la intriga. Los afanes por descubrir los posicionan en un estado mental distinto, sienten que realmente no son el futuro, sino el fervor de un presente que no acabará para ellos, sólo se irá transformando gracias a la evolución del mundo. Ahora, recuerdan la infancia cuando todos los adultos los torturaban con la pesada carga de la responsabilidad de conquistar el futuro: ustedes serán, les decían, cuando en realidad, lo único importante era imaginarse el universo, llenarlo con otros seres y nuevas cosas y decirles a sus maestros como decía el poeta: “no me hablen oscuramente de las cosas claras, háblenme claramente de las cosas oscuras.


Cambió el mundo, la crisis del capitalismo agudiza las angustias de los pueblos que poco se notan en el mapamundi; el siglo XXI empezó a derrotar al muchacho tibiamente señalado en los párrafos anteriores. Ahora, nos hallamos frente a la crudeza de una generación que rompió las cadenas de la indiferencia y empezó a observar el mundo de frente, en un escenario lleno de gritos y balas donde los muertos ya no son privilegio de los jóvenes estudiantes o profesionales varados, también la fuerza represiva del estado integra la estadística universal de caídos en combate.


Ya la vieja contera de que los padres debían luchar por el futuro de los hijos, pasó de lugar común a simple frase de cajón sin significado histórico. Hoy, los jóvenes sin distingos de raza, credo, ideología o sexo, han logrado conquistar un pensamiento que los aproxima sin ataduras ni obligaciones; la única condición es constatar que la oligarquía nacional les ha venido arrebatando los planes del presente con el objeto de que no alcancen a consolidarse como una fuerza importante capaz de construir su propio futuro, sin importar la cantidad de sangre requerida para lograrlo.


Nos hallamos frente a una rebeldía que también descubre y sindica a los padres de indiferentes frente al despojo inmisericorde de los sueños. Hemos sido señalados por nuestros hijos, sobrinos, amigos y vecinos como responsables de no haber luchado para derribar las enormes barricadas históricas que han estado ahí desde siempre, en una nueva forma de colonización, una estrategia sigilosa creada con la complicidad de la iglesia y enfatizada en las viejas costumbres del respeto idolátrico por el linaje y los apellidos forrados con dinero.


La decolonialidad social inspiradora de las actuales movilizaciones populares por la transformación de la política nacional, ha provocado el exterminio del adulcentrismo colonial. Las buenas razones de los jóvenes han sido construidas paulatinamente en el seno de las aulas, en las bancas de los parques, alrededor de las mesas de billar, en las canchas de fútbol y de básquet, en las rumbas privadas y hasta en los moteles. No ha habido censura ni choque generacional por las puestas en común de la necesidad de lapidar este corrupto y excluyente sistema. Los adultos apenas empiezan a percatarse de la capacidad de resistencia y lucha de sus hijos. Además del paternal consejo “cuídese mijo” los adultos pujan y repujan desde la orilla para que las consignas, los vivas y los abajo encuentren el eco suficiente en medio de la habitual sordera que habita en el palacio de Nariño, cuando se trata de las voces que reclaman justicia social y oportunidades para participar en la urgente rescritura decolonial de un aparato ideológico que los ha mantenido innominados, cosificados, sobreviviendo en las ruinas de los cerros, aunque sobre las paredes de cartón brilla el orgullo familiar de títulos universitarios gritando para salir de ahí a ocupar el sitial que le corresponde dentro de la sociedad equitativa por la que seguiremos luchando. Son ellos, los que al decir del poeta William Ospina: “Los dueños del país tienen que sentir alarma ante esto que no han sabido evitar con su poder. Esos millones y millones de pesos que nunca fueron capaces de invertir en evitar los males de la pobreza los tienen que gastar en armas para reprimir a los hijos del resentimiento y de la miseria” (¿Dónde está la franja amarilla?, P. 75)

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