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PALABRA DE MAESTRO: LA MARCHA POR LA DIGNIDAD: ¿CUÁL HAMBRE?

Por: Fare Suárez Sarmiento.


Cada vez se resume más el esfuerzo histórico de los maestros y maestras que desafiaron las distancias y los tiempos. Año tras año, el número de marchantes disminuye, aunque el fragor de la gesta heroica hierve con igual intensidad. Ya son menos los osados compañeros que llenos de fe creyeron en sus ideales reivindicativos y vencieron el calor, el frío, la humedad, la fatiga, el cansancio y el dolor físico. Así los vio el país entero, entrando en la capital de la república izando con orgullo la bandera de la dignidad y el clamor por el respeto humano y el reconocimiento a la profesión docente en condiciones honorables.

Cada septiembre 24 en los rincones del Sindicato de los Trabajadores de la Educación del Magdalena retumban los ecos de las anécdotas narradas por estos hombres y mujeres épicos que ya cumplieron su misión y algunos su tiempo, al igual que nuestro Libertador Simón Bolívar y nuevos espacios se llenan con las versiones contadas por los pocos a quienes aún se les escucha la voz. Pero la historia seguirá ahí, las vicisitudes, los dramas humanos y el espíritu rebelde con conciencia libertaria seguirán retumbando generación tras generación. Nada ni nadie podrá ahogarla en el mar del olvido, no tanto por la trascendencia para la educación pública en general, como por la restitución del valor social y político del maestro colombiano, en particular.

Más de medio siglo después, miles de educadores del país continúan recogiendo la cosecha financiera y de estabilidad laboral sembrada por estos héroes y heroínas. Sin embargo, ni siquiera los maestros beneficiarios primarios del sufrimiento de los marchantes, hemos logrado posicionar la Marcha en los renglones de nuestra historia patria. No ha podido el magisterio colombiano de ninguna década posteriori a mil novecientos sesenta y seis desgranar los acontecimientos y las repercusiones políticas y sociales de este proceso revolucionario con las nuevas generaciones. No hubo, ni ha habido interés político de que la sociedad se percate del sentido y real significado de la Marcha del Hambre. Los nuevos educadores poco se han acercado al conocimiento de este hecho, sin contar con la desgracia de que un grueso número de maestros del antiguo régimen apenas es capaz de balbucear escasas líneas del libro humano escrito por más de doscientos maestros, hombres y mujeres “indignados” por la inmoralidad administrativa de aquel entonces, y convencidos de que la conquista del respeto y la dignidad docente había que ir a arrebatársela a la burguesía criolla. No obstante, estos recuerdos apenas afloran y se repiten cada 24 de setiembre; es decir, solo los honramos un día al año, con bombas y happy birthdays, en actos simbólicos, solemnizados por anécdotas mil veces contadas. Peor aún, los miles y más docentes del Distrito, no muestran su agradecimiento con la presencia en los actos solemnes que se programan para atizar la memoria del magisterio y los recuerdos no lleguen a convertirse en cenizas.

Nuestra deuda con la historia no se estanca en la relativa indiferencia con los protagonistas de la Marcha del Hambre. Desde luego que no. También nos hemos quedado en la glorificación teórica de los coterráneos del siglo XX que al igual que los Marchantes han alcanzado con el grito de sus actos reconocimiento planetario, aunque en distintas esferas y por diferentes causas: Jaime Bateman Cayón, Alfonso Jacquin, Gabriel García Márquez, entre otro puñado de próceres oriundos de esta tierra fértil, pero a veces aletargada por la evangelización ideológica de la ultraderecha. Ese vacío de formación política y pensamiento crítico nos ha afectado en demasía, hasta el punto de que hemos venido testificando la sepultura paulatina del Decreto 2277 de 1.979 desde una actitud contemplativa y un marcado espíritu derrotista, resignado a que las políticas educativas derrumben de una vez los pocos pilares de derechos que con algún resto de aliento hemos logrado sostener en pie.

Al lado de lo peor, brota la vergüenza política por no haber respondido a los nuevos docentes por la herencia de la Marcha del Hambre. De tal manera que amigos, hermanos, primos, sobrinos, hijos, convencidos de su vocación, tendrán que arar en un desierto inhóspito en el cual se albergan la corrupción, la injusticia, la inequidad, la inmoralidad y la venta inmisericorde de la educación pública.

Esa educación “desde la cuna hasta la tumba” soñada por nuestro nobel, dejó de ser un sueño para convertirse en la pesadilla de los marginados sociales, subsumidos por la indiferencia de unos dirigentes que en vez de dirigir desprecian, en vez de estimular desaniman, en vez de iluminar oscurecen, tal como lo señala William Ospina (2.016). Pero la lucha continúa. Nadie puede predecir lo que les espera a los nuevos maestros; lo que sí podemos afirmar es que este presente secuestrado hallará su futuro libertario con los ejemplos de los marchantes y el ímpetu solidario de los maestros baby boomers quienes tendrán que abandonar el ermitañismo y desatar sus voces que, aunque bajas y pausadas, aún brillan con la luz de la enciclopedia política y pedagógica. Los veteranos de guerra académica deben acercar su sabiduría a la visión eutópica y deseos de descolonización educativa a los jóvenes que ya se han posicionado, aunque poco posesionados, de la realidad política, cultural y pedagógica del país.

También habría que escrutar el actual estado de los sindicatos del magisterio para conminarlos a coliderar los procesos transformadores de la educación, ya sea con la apertura de los escenarios y franjas necesarios dentro de las organizaciones o la contratación de expertos que desempolven el camino y guíen los anhelos decolonizadores de los nuevos docentes. Poco importa si esté empeñado hasta el aire. De las cuentas se encargará la historia, como ha venido ocurriendo.

El sistema ha desestimado la connotación epopéyica de la marcha. Es apenas lógico que niegue su valor histórico, porque no registrarlo en los anaqueles de la historia de nuestra patria, significa ningunear un hecho que deshizo toda una maraña política de exclusión y de despojo material de la educación pública, hasta cuando sopló el ciclón de la dignidad docente y la fuerza de ese viento humano huracanado aterrizó lleno de gritos, arengas y consignas en la Plaza de Bolívar, de la capital de la República.

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