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PALABRA DE MAESTRO: INVADIDOS POR LA DESESPERANZA

Actualizado: 11 sept 2021

Fare Suárez Sarmiento.


A veces pensamos que el hoy nos pertenece sin detenernos a considerar que de la misma manera como se diseña el futuro para la humanidad, el presente vivido también fue decidido en nuestra ausencia. Hemos estado tan absortos en la velocidad de los hechos que traspasan la propia frontera que nos queda poco tiempo para evaluar lo propio: la fusión de los casquetes polares, la devastación de bosques, zonas tropicales y cerros, el levantamiento popular cubano, las elecciones controversiales en Perú, la nueva expresión del fascismo en Nicaragua, la toma total de Afganistán por los Talibanes, la parcial destrucción de Haití y la migración de su gente y la sombría contratación de algunos países con las farmacéuticas productoras de las vacunas para detener la pandemia ocasionada por el Covid, además de la salida de Messi del Barcelona de España después de veinte años. El poco tiempo que nos queda se lo regalamos a la arrogancia de Uribe, a las burradas lingüísticas de la señora Cabal, al coro pulcro de las damas y los caballeros que se repliegan en el Centro Democrático. Llenamos de aplausos los discursos y de besos las múltiples caricaturas de Petro y de vez en cuando desacralizamos las decisiones de los administradores de justicia.

Este escenario tan peculiar en los colombianos impide que nos libremos de las consecuencias derivadas del derrumbe de todos los relatos que ya gozan del valor de la vejez. Lo peor es que no contamos con la ciencia, menos la alquimia para construir nuevos relatos que nos nominen a la inclusión en el predecible universo de las transformaciones. No se trata de vaticinio ni predicciones fraudulentas; es cierto que hay que reducir la publicidad sobre las profecías del desastre, aunque signifique la loable intención de despertar la conciencia de las personas. Ya no del precariado, ni de la Middle class, hay que estremecer la comodidad de la opulencia de los sectores de la producción y convidarlos a pulsar el botón del pánico para tratar de alcanzar siquiera la cola del siglo XXI.

Hace un par de años el historiador israelí Yuval Noah Harari (1976) se preguntaba cómo preparar a nuestros hijos para un mundo sin precedentes y de incertidumbres radicales; preocupación nacida del conocimiento sobre la estimulación a la gente para que albergue grandes expectativas de acuerdo con el relato liberal y la lógica del capitalismo de mercado libre. Según el citado, durante las últimas décadas del siglo XX, cada generación disfrutó de una educación mejor y unos ingresos más altos que la que la precedió. Sin embargo, en las décadas por venir, debido a una combinación de disrupción tecnológica y colapso ecológico, la generación más joven podrá sentirse afortunada si al menos consigue subsistir. Quizá la revolución tecnológica eche pronto del mercado de trabajo a miles de millones de humanos y cree una nueva y enorme clase inútil, que lleve a revueltas sociales y políticas que ninguna ideología existente sabrá cómo manejar. Todos los debates sobre tecnología e ideología pueden parecer muy abstractos y lejanos, pero la perspectiva muy real del desempleo masivo (o del desempleo individual) no deja indiferente a nadie.

Preparar a la nueva generación para sortear y vencer los desafíos planteados por la revolución industrial significa desatender el legado de la teoría de la educación como una cadena de producción, un sistema que predica valores ancestrales que agotaron su resistencia, vencidos por la paulatina eclosión anómica (introducido por Durkheim para referirse a la degradación de las normas y la anarquía social), por tradicionales grupos de poder. Un sistema que cambió la humanización del ser por la aprehensión y sumisión a la tecnología, convirtiendo a la sociedad en rehén de los proyectos diseñados para el control total de la humanidad, como bien lo anota el citado Harari: “La tecnología no es mala. Si sabes lo que quieres hacer en la vida, tal vez te ayude a obtenerlo. Pero si no lo sabes, a la tecnología le será facilísimo moldear tus objetivos por ti y tomar el control de tu vida. Sobre todo, porque la tecnología es cada vez más sofisticada a la hora de entender a los humanos. ¿Has visto a esos zombis que vagan por las calles con la cara pegada a sus teléfonos inteligentes? ¿Crees que controlan la tecnología, o que esta los controla a ellos”?

Es cierto, las grandes decisiones en los planos político, económico, cultural, ecológico y científico han sido tomadas por minúsculos grupos llamados expertos. Todo queda configurado, planeado diligentemente para que los gobiernos legalicen el nuevo ordenamiento social. Nuestra tarea no va más allá del cumplimiento cabal de las reglas, también elaboradas en nuestra ausencia sin posibilidad alguna de intervenirlas, revisarlas o contradecirlas. Sin distingo alguno los humanos planifican su vida dividiéndola en períodos que tienen que ver con los desarrollos sicosocial y cognitivo. Aludimos a la estructura básica de la vida de los pocotenientes cuyo inicio se centra en la acumulación de datos, hechos e información; así mismo, el talento innato descubierto a tiempo potencia su desarrollo, junto con las otras habilidades, gracias al ojo clínico de los maestros para diferenciar lo especial de lo asumido como normal o estándar por la sociedad. Ya en la siguiente fase de la vida, se cuenta con instrumentos ideológicos para la construcción de una visión del mundo que sería puesta al servicio de las capacidades y competencias reservadas para ganarse la vida y participar activamente en el desarrollo de la sociedad. A esta cíclica forma de conducir la familia regulada por la tradición judeo-cristiana y atendiendo a los modelos inspirados en el fundamentalismo conservador le llegó la hora hace unas décadas, pero la nesciencia (entendida como el deber de saber) seguida de las vicisitudes y frustraciones personales ha obstaculizado el espíritu cambiario exhibido en otras circunstancias, marcadas por la historia, inscritas en la memoria con pinceladas de sangre criolla por más de un siglo.

Es cierto que el fatalismo nos acosa y el miedo acentúa aún más nuestro individualismo. Los que tienen aquello programado por la tradición y la cultura: casa, hijos, empleo y –desde luego– salario digno, eluden los bultos humanos que intentan levantar la voz. Hasta la familia, los amigos y los vecinos han perdido la fe en la unión, no creen en la solidaridad, desconfían de los líderes y huyen de cualquier posibilidad de congregación, especialmente si escuchan voces del orden de reclamar derechos.

La pasividad, el sosiego, la siesta en taburete recostado a los árboles, los favores sin recompensa, las nueve noches sostenidas a punta de tinto escuchando anécdotas y mitigando el contagio de la tristeza, refiriendo chistes con el contador habitual en los velorios. Cuando le deseaban un descanso en paz al difunto, aludían al mundo convulsionado por venir que gracias a su muerte se salvará de padecer.

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