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PALABRA DE MAESTRO: INCLUSIÓN Y DESARROLLO HUMANO

Conferencia expuesta en la Feria Internacional del Libro en Portugal. (14 de marzo de 2023).


Por: Fare Suárez Sarmiento.


Una de las mayores preocupaciones de los gobiernos latinoamericanos es la debilidad de sus tesis argumentativas para convencer a los ciudadanos de que “la educación es un asunto de todos y un derecho para todos”. No es para menos, la tinta que ha circulado y las voces de desconfianza de académicos y expertos que se han venido levantando, dan la certeza de que los nuevos discursos sobre equidad e inclusión necesitan mucho más que frías estadísticas; requieren, por encima de todo, que en el diccionario de las políticas educativas estos vocablos alcancen para todas las esquinas del mapa latinoamericano sin atención a la raza, credo, cultura, estrato socio-económico o a las condiciones deplorables de marginalidad y miseria. Asistimos entonces al primer tropiezo: la distancia establecida entre la definición semántica y la concepción ideológica procura que la primera duerma envuelta en su polisemia, mientras la segunda reconfigura su significado al vaivén de los designios de las potencias económicas internacionales.


Es decir, ante la prédica semántica, la ortodoxia de la práctica neoliberal legitima los privilegios del sector minoritario de la sociedad latinoamericana al incluirlos en el circuito económico y político y consolidarlos como grupos de poder, desde el fortalecimiento de la educación privada, entendida como la fábrica de doctores, empresarios y dirigentes políticos. La educación inclusiva como propósito que persigue el aprendizaje de todos los niños y jóvenes en igualdad de condiciones, no deja de ser una simple reducción de los reales derechos al desarrollo humano.


Nada es más eufemístico que la retórica delirante de los gobiernos en cuanto pregonar la igualdad de oportunidades, cuando dentro de las políticas estatales pervive la segregación espacial y se acentúan los límites geográficos de los más pobres, forjando burbujas sociales con imaginarios idénticos, cuyas necesidades no sólo los estereotipan sino los convierten en invisibles para el resto de la sociedad, tal como lo plantea Sonia Lavín (p.33) “La pobreza deja de ser una situación relativamente transitoria derivada de la falta de empleo, revertible cuando éste vuelve a encontrarse, sino que se convierte en una condición de vida global y permanente...” No es la inclusión en el sistema educativo lo que incentiva la siembra de la dignidad humana, sino la inclusión social, el saberse dueño de una tierra que certifica la condición de ciudadano nacional, no de foráneo excluido de la Constitución, con derechos y oportunidades escritos y juramentados pero que no alcanzan durante la distribución en la población. ¿De qué sirve la inclusión en el sistema escolar, si el rezago educativo continúa signado por las distancias económicas, sociales, culturales y políticas? La educación no puede reducirse ni simplificarse a la escolarización, la escuela apenas constituye uno de los escenarios gestores de la formación de la ciudadanía, que fomenta los principios para alcanzar la libertad; pero si los demás escenarios no están disponibles, siguen vedados para el cumplimiento de proyectos de vida, entonces ¿para qué la escuela?

Si la sociedad latinoamericana ha sido históricamente fragmentada por intereses de clase que confluyen en el poder político y económico de unos cuantos, cómo podremos hablar de equidad. Según el Larousse; tendremos que seguir reproduciendo la concepción ideológica de la clase dominante para entender la equidad como la distribución entre los todotenientes de las riquezas, de las oportunidades y el mantenimiento del poder político y, la repartición equitativa del sufrimiento, del abandono, del hambre, del destierro, de la discriminación, del analfabetismo y de la muerte entre los nadatenientes.


La pobreza no se reparte, se extiende y se enfatiza cuando los individuos oxidan sus esperanzas, no obstante hallan alcanzado excelsos niveles de educación, en cuyo caso, es posible disimularla, esconderla y hasta aplazarla, sin embargo, cuando las políticas sociales mantienen cerradas las fronteras del barrio, de la vereda, del caserío, emerge de nuevo con su aplastante poder de destrucción.“En la cultura escolar es necesario indagar las reglas explícitas y ocultas que regulan los comportamientos, las historias y los mitos que configuran y dan sentido a las tradiciones e identidades, así como los valores y expectativas que desde fuera presionan la vida de la escuela y del aula” (Pérez-Gómez 2.005).


Tales tradiciones asignan una manera particular de ser, sentir y expresar la ciudadanía desde el inicio de la niñez y confirman las diferencias que fragmentan las relaciones en la vida escolar, dando cuenta de un choque cultural en la búsqueda del ejercicio del poder ya sea individual o en grupo.


Ese desencuentro –a veces imperceptible– también es asumido como marca, indicio, de que el universo escolar, a pesar de su naturaleza y especificidad mantiene su contenido de complejidades y contradicciones muy cerca de la práctica social desde donde el sujeto inscribe su conducta. Esas mismas complejidades suscitan tensiones que la escuela pretende invisibilizar apelando a los preceptos normativos ganar y perder y acentuando la formación del educando en las dos únicas escalas de valores que afianzan su supervivencia: bueno y malo. Así, la escuela ha venido fracasando en el reparto de igualdades; al contrario, preserva la tradición del humanismo clásico impulsado por los jesuitas quienes “desarrollaron una forma de escolarización que establecía la rivalidad y la competición como motivación para el aprendizaje escolar, así como métodos de presentación y de ejercicio que asegurasen que lo aprendido no sería olvidado”. (Kemmis S. p. 35).


Rivalidad y competición que en los tiempos actuales recobra su ímpetu, no como obligaciones morales para que los bienes del conocimiento se mantengan imperecederos en los rincones de la memoria y poderlos exhibir con orgullo. Desde luego que no; la rivalidad y la competición han quedado insertadas en la conciencia escolar como sustento de la reafirmación de las diferencias de clase; maratón clasista que legitima la clasificación vergonzante entre escuelas buenas y malas, como abono a la profundización de las políticas de mercadeo de la educación cuya meta es persuadir a los padres (clientes) para que matriculen a los hijos en las de alto rango, mientras que las clasificadas por debajo de “los estándares de calidad” promulgados por los gobiernos se verán compelidas a cerrar sus puertas.


INCLUSIÓN Y CURRÍCULO


No obstante, la sicología cognitiva haya venido pregonando la experiencia científica de los modos diferentes de ser y de aprender, las políticas educativas persisten en su univocidad y rigidez dentro de las expresiones del currículo escolar. Contenidos, modelos, métodos, sistema de evaluación y demás componentes de la estructura curricular, idealizan un sujeto aprendiente del que no tiene en cuenta los contextos socioeconómicos, políticos, culturales, afectivos y motivacionales. Más bien, dichas políticas provocan brechas irreconciliables que asignan una perversa estratificación académica afianzada ingenuamente por la escuela, debido a la ausencia de análisis, reflexión y debate frente a los recetarios curriculares impuestos por las políticas educativas.


Una escuela sujeta a cánones que encarcelan el pensamiento libertario y un currículo enmascarado con la ciencia y la tecnología, “a pesar de la esperanza de la ilustración de que la ciencia podía disipar el dogma y la superstición, la ciencia ha pasado a ser crecientemente dogmática en relación con sus ansias de conocer, y la fe supersticiosa en el poder y en los productos de la ciencia se ha generalizado.” (Kemmis S. p.122). No podría ser de otra forma si “el pensamiento al que aludimos y al que aludiría la enseñanza, no “puede ser aquel que resulta de un conjunto organizado y sistemático de secuencias previamente diseñadas, o a lo menos, previsibles, cuyo camino tendría que seguir un sujeto para llegar así a una meta esperada, deseada y más o menos conocida, por lo menos por quienes guían el proceso”. (Kemmis, S. p.210); sino un pensamiento que brote de la interrogación, la duda y la confrontación, capaz de activar las ansias de saber, de contradecir, de afirmar y negar, de rechazar y admitir; no la verdad petrificada, sino la verdad construida dentro de las múltiples posibilidades de significación desde la perspectiva social y política del individuo y desde la visión de mundo marcada por la condición de clase. No de otra forma se puede entender la inclusión educativa, estigmatizada por el anclaje en la tradición del dogmatismo académico-científico, el control técnico sobre el currículo y la práctica aberrante del poder de la falsa sabiduría contra el supuesto vacío conceptual de los aprendientes. “La enseñanza así concebida no es el hecho trivial y registrable, observable y cuantificable, no es el resultado de un programa preestablecido en orden a logros establecidos de antemano, sino una aventura interrogadora sin absolutos ni respuestas terminales..., pensar la enseñanza como un acontecimiento complejo de saber y de poder, es buscar una cultura de la enseñanza y no solo enseñar la cultura...” (Destacado del autor: Alberto Martínez, p. 211.).


La nueva concepción de currículo cimentada sobre los principios de la ortodoxia neoliberal maniata la capacidad de maniobra pedagógica de la escuela. Los contenidos, como ejes integradores del currículo, se presentan acabados, uniformados con la ideología dominante en forma de cápsulas dispuestas para su ingestión; pequeñas dosis que fijan el principio y el fin del conocimiento sin importar su grado de fosilización. Saberes enlatados que el sistema debe esparcir como pandemia a lo largo de Latinoamérica, sin distingos de raza, peldaño socioeconómico, tradición cultural, ni mucho menos diferencias individuales de aprendizaje. Planes y programas que excluyen los intereses y expectativas de aquellos grupos sociales que se hallan al margen de los estándares internacionales, aunque luchan por situarse cerca de los nacionales. Esfuerzo que la escuela pasa por alto en virtud de las exigencias normativas de la evaluación resultadista, entendida como mecanismo de control y garantía del funcionamiento adecuado del sistema, sin detenerse a reflexionar que en la política de trazo neoliberal “el currículo se convierte tanto en una “tradición selectiva” como en una práctica engañosa, que proporciona a los estudiantes formas particulares de conocimiento, ideológicamente codificadas de manera similar a los bienes y servicios que han sido sometidos a la lógica de la comodificación”. (McLaren, p. 49.).


Decisiones excluyentes donde la ciencia se viste de experimentos copiados y reproducidos, la investigación apenas alcanza la denotación de búsqueda de información para asimilación literal, sin opciones de conversión en nuevo conocimiento; en fin, contenidos atemporales beatificados por el uso de varias generaciones cuyo estacionamiento impide que la escuela se temporalice con el vértigo de los saberes cambiantes y con las transformaciones políticas y económicas obligadas por la hegemonía del capital global. Un currículo incluyente posibilita el aprecio por los avances tecnológicos y científicos, sin parcelas, ni trozos, promueve la metateoría investigativa y reformula las tesis que sustentan el valor de la tecnología como presupuesto del avance socioeconómico de los países en desarrollo. Difícil creer que el behaviorismo curricular de corte neoliberal podrá iluminar la oscuridad educativa del segmento innominado de la sociedad, para el cual diseña las políticas de reduccionismo económico con el fin de declarar la educación, bajo su responsabilidad constitucional, insostenible y así someterla a la más escarniosa subasta, a merced de la voracidad del capital particular.



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