Columna 7
PALABRA DE MAESTRO: EDUCACIÓN SISBENIZADA
Actualizado: 11 sept 2021
Por: Fare Suárez Sarmiento.
Las filas que hacen las escuelas para ganarse la gracia de un estímulo económico, una prebenda o simplemente que los administradores les surtan las aulas y demás dependencias escolares son alarmantes. Hoy, el derecho se ha traducido en ruego imploratorio y el deber de los gobernantes en meras limosnas. Y las escuelas –como es obvio– no le miran el colmillo al “caballo regalado”.
A veces la pirotecnia discursiva apoyada con aplausos alquilados se inserta en la conciencia colectiva y no deja espacio para la crítica o el rechazo. Proveer de dotación y equipamiento a las escuelas no es un acto divino sino una obligación de Ley. Sin embargo, cada cuando las urgencias logísticas o de infraestructura escolar claman la intervención de los gobernantes, los líderes se desbordan en alabanzas elevando los deberes constitucionales a bendecidas dádivas. Nunca sabremos si la genuflexión es una estrategia para insuflar la vanidad de los jefes y así situarse entre los privilegiados, esos que ocupan las primeras filas. Tampoco llegaremos a saber si aquellos profesionales de la educación repensados hoy como escuderos y utilizados como lugartenientes han logrado satisfacer las necesidades de sus escuelas gracias a la nueva condición impuesta por los administradores.
No es fácil reclamar a la sociedad reconocimiento social y al gobierno dignidad de la profesión, cuando nuestro Ethos disciplinar se pervierte. Nos han puesto –por ejemplo– a wasapear los eventos más nimios e irrelevantes como vía para que se advierta la existencia de la escuela. Lo importante es que se sepa con “quién” está la escuela. Debido a este exhibicionismo o concurso de egos, la escuela pública ha perdido su discurso auténtico, ahora se ha constituido en un insolente eco de los gobernantes. Ya no existe la voz propia.
Los directivos buscan la palmadita en el hombro y la felicitación, como si se tratara de un club social, pero aún con las puertas cerradas para los maestros.
Nunca será de otra manera. Cuando la transición culmine y las administraciones traigan caras nuevas, la pugna por situarse entre los primeros lugares de la fila será una locura, entendido el término desde la acepción Einsteiniana que reza “locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando resultados diferentes”.
Las apetitosas ofertas del gobierno para mejorar la calidad educativa, genera una competencia abierta y desleal que es copia fiel de lo que ocurre en el aula. Al decir de William Ospina: El sujeto se entrena para reconocerse ganador al tiempo que disfruta la fatalidad de los otros; de ahí que la competencia en el aula por cada triunfador se cuentan al menos cuarenta perdedores, aunque la escuela también ha creado la escala de consolación evaluativa, para atenuar el sufrimiento de la mayoría. Es lo que se conoce como la sisbenización educativa, la repartición de valoraciones aceptables sin que intervenga el mérito y –desde luego– reduciendo las posibilidades de esfuerzo de los estudiantes. Ya no se trata de lograr mejores niveles de aprendizaje. Si la escuela ejerce presión para que los niños y jóvenes cumplan con sus labores y esta alcanza a provocar algún grado de deserción, la censura administrativa no tarda en aparecer. No es descabellado asumir que la escuela le ha venido mintiendo a la sociedad, no tanto por la indiferencia frente al fracaso escolar, como por la promoción masiva de estudiantes cuya movilización de saberes no se cumple en valores mínimos. No podríamos explicar las razones que sustenten el hecho de que los niños y jóvenes pasan al siguiente grado escolar, aunque después de más de once años de permanencia en la misma escuela, esta no se haya percatado que los candidatos a bachilleres no comprenden lo que leen, no producen un discurso sostenido, ni tampoco escriben un documento argumentado con la debida coherencia y los dispositivos de cohesión requeridos.
La sisbenización educativa es otra fórmula de las políticas públicas para ahogar las esperanzas de los más pobres del país. Mantener a los estudiantes en una banalización del conocimiento es incapacitarlos de por vida para que salgan a esgrimir sus competencias al mercado de la subsistencia.
Pero hay un evento más lamentable aún: la escuela pública permanece invulnerable al paso del tiempo; ni la caída del muro, ni el ocaso del comunismo, ni el choque glaciar, ni la cibernética, ni la robótica, ni la extinción de la pirámide social diseñada por Marx y Lenin, ni la clonación humana, ni la apertura económica, ni mucho menos el incontrolable imperio del neoliberalismo han logrado estremecerla, ni siquiera conmoverla. ¿Qué hacían los pobres en 1.950 en cuanto su educación? Según los padres, los hijos debían ir a la escuela “para no quedarse brutos”. No había sueños ni metas más allá de lo exhibido en el contexto sociocultural. En el caso de las niñas era suficiente saber cocinar, lavar, planchar y atender al último hermanito, habilidades que evitaban el maltrato de los maridos. Muy pocas se aventuraban a la conquista de un diploma, como las adolescentes cuyo destino académico culminaba en las escuelas normales. No tanto por ser lo único alcanzable como por contribuir con la subsistencia familiar.
Las hostilidades del mundo se presentaban como fantasías, ficciones de otro planeta; de ahí la importancia de la memoria como depósito irremplazable de la información que caía en gotas, lo que impedía su carácter contrastable.
Desde cuando la política de Estado le puso precio al alumno, la sisbenización académica y la pauperización pedagógica, acabaron con sus sueños. La promoción automática, decretada por el Decreto 0230, logró inspirar a la escuela pública para que la mayoría de los alumnos aprobara el grado y así se garantizaran jugosos recursos derivados del sistema general de participaciones.
Ya a la escuela poco le importa la salud académica de los alumnos. Su valor traducido en pesos, provoca cacerías humanas al comienzo de cada año escolar. Maestros megafoneando en barrios, plazas, mercados y hasta en canchas deportivas, porque se cierne la amenaza de traslado si no se cumple la relación
técnica alumno–maestro. Se sisbeniza la educación pública con la oleada de jóvenes que invaden las escuelas y luego se retiran porque la pedagogía desacraliza la cultura de la calle, en una ingenua exclusión al saber ser y saber decir del otro.
Ahora, el gobierno refuerza la inercia de la educación pública: la coyuntura del miedo a la muerte ocasionada por el COVID-19, lo fuerza a condicionar las escuelas para burlar la efectividad de la pandemia. Tal vez lo logre, pero los esfuerzos volverán a echarle enormes bultos de tierra a la realidad pedagógica que la mantiene secuestrada en el pasado, sin posibilidades de ingresar al convulsionado siglo XXI, no obstante, el irrefutable rezago cultural, tecnológico y científico.