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PALABRA DE MAESTRO: DEL DISCURSO ELECTORAL

Por: Fare Suárez Sarmiento.

Ha sido tan enconada la lucha por el voto de los pobres que los candidatos al congreso y los aspirantes a la presidencia de la república hasta han tinturado su tono para maquillar la habitual agresividad y rechazo contra los sectores precariados y ninguneados del país. Y no podría ser de otra manera, en el entendido de que como nunca frecuentan el territorio de nadie, hoy se lo disputan, lo acarician con lenguaje paternal y comparten el roce de cuerpos invadidos de sudor, aunque luego escupan sus escrúpulos con disimulo.

Este es el voto más codiciado, el que nadie sabe hacia dónde irá; ni siquiera la factual compra podría garantizar el destinatario final, de ahí la importancia de la recuperación de la plaza pública como escenario natural del discurso electoral. La plaza del barrio, de la ciudad, medida del grado de aceptación del candidato, expresado en cantidad que también funciona como propulsión del inminente éxito, dependiendo del recorrido publicitario a través de todos los medios y redes digitales de información. Pero la plaza pública no es sólo un espacio donde se gesta un monólogo discursivo; todo lo contrario, allí convergen múltiples ideologías, diversas parcelas políticas, económicas y sociales. No todo el auditorio se define bajo el pensamiento y las ideas del candidato orador; algo así como un concierto de música vallenata donde asisten champeteros, merengueros salseros, reguetoneros y demás. Sin embargo, la ola publicitaria da por sentado que el enorme caudal de gente sigue los postulados de campaña del candidato orador; en tal sentido, los asistentes se asimilan como simpatizantes y seguros electores.

Es indudable que la plaza llena exhala la percepción de triunfo, también se procura establecer como el parámetro más confiable para determinar las posibilidades de los candidatos. De eso se encargan las encuestas y los medios masivos. Ya perdió relevancia el contenido programático como eje impulsor de campaña, ahora, las imágenes de las aulas universitarias, los salones de los clubes sociales y los escenarios adaptados por quienes convocan los debates recargados de gente son las que cuentan como termómetro de un eventual triunfo electoral. Pero el discurso mixofílico, ese que acentúa el tono en temas hirvientes para los outsiders en espera del aplauso histérico, otrora llamado veintejuliero, quedó sin espacio físico. Y quienes osan retar las inconformidades sociales en público pueden correr con la suerte de un final muy parecido al de fuenteovejuna.

Los políticos saben muy bien que el discurso electoral sólo cuenta con dos lugares para el procesamiento de su contenido: la razón y el corazón, fuentes bases de la teoría de la argumentación o nueva retórica de Perelman y Tyteca. Pero mejor conocen las tribulaciones del estómago de niños y ancianos que pueden ser mitigadas por la bondad de las mariposas amarillas echadas a volar por García Márquez mientras lo observa el colibrí piquicorto, en un vano intento del Banco de la República por mantener la memoria histórica del país.

Distancia de los contenidos

En pasadas contiendas electorales, los colombianos asistíamos a cadenas de promesas que alimentaban nuestras esperanzas de vida, así lo entendían los políticos que eran ilustrados por líderes de los sectores para que el conocimiento de causa los acercara a la comunidad. Los históricos problemas de agua potable, energía eléctrica, vías de acceso, pavimentación, canalización pluvial, escuelas y empleo colmaban la agenda de los candidatos para ser canjeados por votos. Los discursos se presentaban tan cerca de las urgencias cotidianas que daba la impresión de que el candidato-orador las estuviera padeciendo de la misma manera que el auditorio, y, hasta peor. Los contenidos discursivos cargados con tono lastimero sembraban la idea de que los desafortunados no estaban solos, que alguien más sufría las calamidades habituales, sino en carne propia por lo menos ofrecía su pésame por tantas desdichas, con lágrimas en las puertas de los ojos.

Cuando ese auditorio es menos desventurado, el embate pulsional toca poco la canasta diaria, el candidato lo sabe por lo que echa mano de voces y expresiones menos sensibles como la crisis. Aunque también se incluye como correlato de un imaginario global, o en términos de los u Perales como comodín que todo lo justifica y produce. La crisis es de todos y para todos, nadie escapa de sus dolorosos efectos, por lo que el candidato-orador se deshace de la presión del inmediatismo solutivo cual es la falta de agua potable y la salud decente, y se mete en los laberintos económicos, ambientales o de seguridad personal, eventos más distantes de la inmediatez que soportan esperas infinitas.


Para la escritora Silvina Márquez es probable que un político eufemice mucho cuando la situación económica es percibida como buena y disfemice sistemáticamente en situaciones de crisis, eufemizaándose a sí mismo como la esperanza, estrategia discursiva que cobra réditos a la confianza que el auditorio deposita en el candidato.


En estos tiempos tan aciagos, ni siquiera el choque agresivo entre el contenido de las propuestas sociales se estima como una opción selectiva. Los electores de todos los peldaños de la pirámide lo asumen como falsos distractores circenses, mentiras que dada su pertinaz repitencia en el tiempo y en los escenarios habituales de comunicación masiva alcanzan a enquistarse en la conciencia de la gente.

Además, si las frases ya convertidas en estribillos o wellerismos vienen en formatos musicales su tarareo acompaña la cotidianidad rutinaria de la gente. El mejor ejemplo lo ofrece el coro del paseo vallenato se acabaron ya en la voz del cantante Farid Ortiz, gran amigo del entonces alcalde ganador heredero de la mafia costeña Hugo Gnecco, quien en el año 1992 acabó con la ambición de la familia Vives, entendida como los de antes, nominación algo injusta puesto que les encaja mejor el epíteto los de siempre.

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