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PALABRA DE MAESTRO: COLOMBIANOS EXTRANJEROS

Por: Fare Suárez Sarmiento.


Cuando García Márquez expresó que Bogotá era el único lugar del mundo donde se sentía extranjero, se refirió al viento gris que aún se mece solitario por jardines callejeros y avenidas, y congela la vista de los transeúntes hasta el punto de cegarlos frente al universal letrero que porta como Premio Nobel. Aunque no se trata de Bogotá como pedazo geográfico, sino del país resumido y sumido en una escisión socioeconómica deplorable, que sucumbe ante la demagogia discursiva mediática de inclusión, equidad y democracia. Otro gallo hubiera cantado, si su tránsito hubiera pisado los charcos, las piedras, tierra y lodos de la otra Colombia, el país real. Tal vez, se habría percatado de que las ruinas de su Macondo sirvieron de mimesis para que el cartón, el papel, la madera, el plástico y el barro pervivieran en la arquitectura artesanal con la cual, esos otros colombianos pretenden luchar contra el trasnochador y filoso frío que se traga sus sueños; ese Sur que se pega en las pantallas cuando los techos vuelan como hits renterianos o las balas tiñen de rojo los baldíos y caminos. Y sólo así.


Ellos también son extranjeros, los sureños de la mayoría de las capitales, cuyo ingenio desborda la ira inmisericorde de la naturaleza. Ya no afianzan su fe en Dios, sino en el caudal creativo que convierte las canoas y cayucos en medios de transporte que surcan los ríos urbanos, mientras zigzaguean enseres, colchones y demás objetos que navegan sin ganas, llevándose el sudor de sus dueños.


En Colombia, los eventos atípicos no asombran, ni alarman; al contrario, la autenticidad y frecuencia de sus ocurrencias, se asumen como actos heroicos desafiantes. No de otra manera, podría entenderse el galardón conferido por la Fecode a un maestro cuya travesía a través de terrenos inhóspitos para llegar a su escuela fue premiada con dos pasajes a Cuba. La motocicleta primero, el burro después, la canoa enseguida y la caminata, por último, podrían significar que vale la pena resignarse y esperar el cumplimiento de las promesas del gobierno de turno. En esta ocasión, confiamos en que el progresismo, tantas veces cancaneado en plazas y a través de los medios masivos de comunicación, se traduzca en eventos, hechos que nos conduzcan a creer; realizaciones materiales que concilien los sueños con la esperanza. Hoy, nos hallamos al lado de un gobierno que siempre bregó por arrebatarle al Estado el derecho de los niños a la educación y el respeto por el trabajo digno del maestro. Podríamos, entonces, fiarnos de las profundas transformaciones anunciadas durante la campaña electoral, las cuales mantienen alerta a los colombianos extranjeros y, desde luego, muy preocupados a los terratenientes, monopolistas comerciales, industriales y burgueses aristócratas, cuyo miedo los ha puesto a pensar en exportar sus fortunas.


La sed vampiresa de poder y de riqueza, apenas alcanza a ser saciada por un puñado de colombianos; los propietarios de las ilusiones y de las esperanzas de la mayoría. Veinte, treinta millones, qué importa el número, lo importante es que el país les quepa en el corazón y su condición de ciudadano nunca quede expuesta al vaivén y capricho de los gobiernos, al considerarlos como excedentes, invisibles alineados en medio de leyes propias, aunque alienados por las leyes oficiales. ¿Qué vivan con un dólar diario? Vivir para los ricos sólo se reduce a mantenerse en pie, no importa cómo. De todas maneras, esa vida debe durar hasta las eleiones.


No hablamos del extranjero de Albert Camus, ni tampoco del de Dostoievski, Raskolnikov, engendro de la miseria humana, que halla en la muerte un hálito de luz para su supervivencia. En cambio, el hacha de la mayoría de los colombianos seguirá siendo la quimera de que alguna vez pueda respirar el mismo aire que los otros, disfrutar del paisaje y contar los vidrios de los edificios, sin que los guardianes de los ricos los señalen como sospechosos, los viandantes como criminales, y hasta las iglesias les cierren las puertas porque no dan limosnas.


La pobreza no es un partido de fútbol donde el equipo bueno derrota al malo. De ser así, no tendríamos que jugarlo durante toda la vida. No obstante, lo jugamos en el estadio de la utopía mientras las cifras del despilfarro, el pillaje y el saqueo del erario se escapan de nuestra medida, puesto que la escuela sólo enseña hasta el millón. Hablo de las escuelas de los sures, esa que minimiza la aritmética porque los pobres no necesitan contar después de tres ceros. Me refiero a la escuela que diseña y decide el destino de los pobres; la escuela que jamás espera parir un congresista, un gobernador, un alcalde, un diputado, un concejal, sino que infla el globo de la gloria cuando sus esfuerzos llegan hasta conductores, vigilantes, albañiles, panaderos, mecánicos y estalla en jolgorio si acaso alcanzan para ediles.


El país no cuenta en su parataxis geográfica con estos colombianos. No tienen que ser de las vastas regiones ocultas del Chocó, ni Cauca, ni Nariño, ni mucho menos de la Costa Atlántica. Desde luego que no. La exhibición de la exuberancia de sus selvas y del verdor de sus playas se tiende como mantos gigantescos que impiden ver los millones de almas hambrientas y sedientas de un lugar donde siquiera escupir gratis. Almas que los ojos de los ricos no ven, pero que agigantan sus miedos. Ese miedo al que hoy le temen tanto, tanto, que fingen invertir más de veinte billones de pesos para doblegar a la guerrilla y de paso prevenir que los auténticos dueños de la pobreza alcancen a escuchar los estribillos jingoístas: “el pueblo ya no aguanta más” “pueblo, despierta” y muchos otros que habitan en el anhelo de resurrección patriótica de cada colombiano extranjero.

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