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PALABRA DE MAESTRO: CIUDAD ROBADA

Por: Fare Suárez Sarmiento.


Todo lugareño sueña su ciudad. El apetito desarrollista se incorpora en su imaginario, al igual que el anhelo utópico de que el aire que circula alcance para los coterráneos en idéntica proporción, sin distingos de raza, credo o peldaño social. No existe habitante que no desee construir la casa de Escalona. Así lo demuestran la arrogancia del cataqueño cuando exhibe la vivienda donde habitó García Márquez, la sensible emoción del cienaguero al hablar del poeta Canevas o del “jilguero de la Sierra Nevada de Santa Marta”, el compositor y cantante Guillermo Buitrago, como lo hacen los banqueños con el compositor de La piragua, José Benito Barros. De igual manera se hinchan los corazones de los samarios con la mención del extinto futbolista Alfredo Arango Narváez, del cantante Carlos Vives o del Mojón de oro.


Creo que en la ciudad pocos han incinerado esos recuerdos, aunque el estropicio de la actual generación se presenta con un espíritu agonista en vía de destruir la memoria histórica de los samarios. Actitud que estimula el surgimiento del mundo distópico, escenario en el cual el poder ejerce su dominio de manera destructiva sobre la sociedad. Lo rescatable en esta distopía alude al descubrimiento ipso facto del sujeto o del grupo. El poder surge sin disfraz, se desnuda y no finge la brutalidad con la que expone sus objetivos y las estrategias para alcanzarlos.


La ciudad sufre, llora sin pausa y le grita al mundo en coro con Willie Colón: “mis lágrimas son agua, y van al mar”. La historia sigue igual, aunque los nuevos depredadores sean sus propios hijos naturales algunos y adoptivos, la mayoría. Luego de la muerte de Rodrigo de Bastidas los pueblos indígenas fueron destruidos, asolados y la ciudad incendiada veinte veces durante los ciento cincuenta años siguientes. Además de los soldados y mercenarios españoles, Santa Marta padeció ataques de ingleses, franceses y holandeses.


El narcisismo enfermizo del sofista líder, ha hecho metástasis en la conciencia social, la ética profesional y la moral e integridad personal de los subalternos acólitos, quienes atrapados en la desesperanza económica familiar se convierten en esbirros que encubren los enormes orificios causados al erario. La complicidad comprada impide que Themis enarbole la espada sin vergüenza y la balanza se incline contra el mayor saqueador que ha parido esta tierra.


No tardaremos los nativos de la ciudad del mar, de la Sierra Nevada y del Unión Magdalena, observar un monumento similar a la representación de Augusto junto a toda su familia en el Ara Pacis. También podremos augurar la erección de una estatua, quizás más alta que la del dictador de Zimbabue, Robert Mugabe, de casi cuatro metros de altura, elaborada en piedra.


Estaríamos frente al robo de la memoria histórica desplazada, humillada y sepultada, al mismo tiempo que la minimización de la identidad cultural. Estamos convencidos de que la inundación del color de la bandera política que flamean estos gobernantes en muchas instituciones oficiales, seguirá pervirtiendo la tradición inscrita en el acta de nacimiento y el registro civil de la ciudad y del departamento. Según reza en los archivos la bandera de Santa Marta es de color blanco en alusión a la paz, a la unidad sin rencores de los ciudadanos y el azul, es el cielo, es el mar, es el horizonte mágico y plateado en las montañas.


El evidente trastorno de la personalidad expresado en la actitud megalómana del gobernante, que colinda con la esquizofrenia paranoide, oculta un patológico temor casi lindante con el pánico. La asidua conspiración contra todo lo que esté teñido de historia y de cultura, ha venido contaminando la identidad del samario. Desde la escuela, los niños entran en un claro conflicto identitario de valores. La maestra les demuestra a los niños la legalidad y legitimidad de los colores de la bandera nacional, con el mismo fervor patriótico con el que les enseña los de la ciudad y del departamento. La perturbación se presenta cuando las selecciones deportivas tienen que competir en torneos nacionales uniformados con colores ajenos a los que la tradición, la cultura, los decretos y resoluciones han impuesto.


Nos preocupa, que cuando cese la horrible noche y dejen de pisar el pasado de los samarios, los remplazantes continúen con la desvalorización de nuestra historia y también embadurnen las instituciones públicas con los colores de su partido político.


No es una locura imaginarse que después de esta pesadilla, lleguen al poder representantes del partido liberal y tiñan de rojo las paredes de los espacios oficiales; o que lo propio sea llevado a cabo por el partido conservador. Menos nos extrañaría que el arcoíris de la comunidad gay brillara si sus integrantes alcanzaran a dirigir los rumbos políticos de la ciudad y del departamento. El color de sangre del símbolo de la Cruz Roja podría ser sustituido, alterado, pisoteado. La enajenación desmedida podría estimular el estadillo de su hybris (desmesura del ego) hasta el extremo de desteñir el azul verdoso del mar y remplazarlo por el de su partido.


La ciudad se halla shakirizada; los habitantes se han vuelto adictos a la indiferencia. Las únicas voces que se levantan se escuchan en el estadio. En las encuestas para medir el nivel de aplausometría, la prensa hablada, escrita y otros medios virtuales llenan de aplausos la perversa filotimia (ansias de honor y gloria). Nunca se sabe cuál o quién gana por la exacerbada adulación a los actos de esta plaga bíblica. Uno de los mayores temores se centra en la acezante codicia por alcanzar un peldaño de reconocimiento político a escala nacional.


Mucho cuidado, si se llegara a presentar un evento cantinflesco como la frondosa votación del viejo Rodolfo Hernández, hasta el himno nacional se vería en serios aprietos; seguramente le cambiaría la letra y la música del “Oh gloria inmarcesible” cambiaría al ritmo champeta.


En cierto sentido, nos corresponde reflexionar en torno a si la fortaleza e inmunidad del gobierno egocrático, dominado por el yoicismo, se debe más a la repentina eclosión de un ser mitológico parido del Leviatán bíblico o a la supina mendicidad histórica que yace en nuestra indiferencia, tan tóxica y destructiva que hasta el poeta ha dejado de llorar su ciudad.


Ciudad desvestida, hundida en su orgullo de haber sido la primera dama de Rodrigo de Bastidas. Ciudad que luce y ostenta su ancianidad sólo en cada onomástico; luego, regresa a la petrificación cultural y a los lamentos soberbios por el desamparo, soledad y desamor de todos sus hijos. Esos dos silencios causados por los festejos del nacimiento del niño Dios y por la llegada del nuevo año, le valen para pensarse, descubrirse y revelarse contra ella misma. Castigarse por su inercia, desenfundar el látigo de la ira y flagelarse por servirles de podio a los que nunca la han glorificado ni mucho menos han intentado rescatarla de las ruinas del tiempo perdido. Sus hijos ilustres, mercenarios de otros huéspedes, mantienen izados todos los poderes a través del acopio indignante de las fuentes de control. Poco importa la investidura cuando el concepto de lo público se diviniza y los actos de gobierno constituyen expresiones de posesión y propiedad.

Pero la otra historia que tiene para contar se refiere a las nuevas fuerzas que le han atribuido diferentes significados. La multiculturalidad espontánea donde se tejen razas, credos, géneros, edades e historias de grupos la han atrapado, secuestrado y yace oculta en espera de que aquellos mesnaderos, al servicio ciego de una práctica feudal, se apiaden de ella y la rediman de ese dolor tan profundo de saberse recluida entre muros de necesidades. Ciudad que soporta algarabías de distintas edades, murallas extensas de ropa manoseada que le impiden ver los afanes ajenos, carretas que exponen frutas, hortalizas y verduras, cuyo aroma vencido pervierte la brisa cálida que atraviesa la ciudad para ahogar su silbido en el mar.


Debe ser cierta la historia de que Dios bajó hasta aquí para exorcizarte de la demonización ejercida por los padres de la patria, quienes desde lejos no cesan de encubrir a los pérfidos gobernantes para que no purguen sus execrables crímenes contra Ti. Debe ser cierta, si escuchamos voces en ecos derrotadas, compungidas, cantando “Dios te salve ciudad dos veces santa “ya no como un silbido poético, sino la expresión angustiosa de un clamor doloroso.


Ciudad robada que se abre espontánea para que otros la penetren sin amarla. Viajeros sudorosos que incrustan sus ojos en los enormes pezones de la Sierra Nevada y despernancan la boca en un suspiro gutural: ¡guau! Curioso el hecho de que tus hijos propios se asombren del asombro de los otros, aunque lo disimulen por vergüenza. No te conocen más allá de la arena caliente que abraza las olas en su visita eterna. Hijos que apenas intercambian su congoja con susurros nostálgicos, en vez de gritar, demandar, exigir y arrebatar los litros de mar hurtados para que los ricos nos recuerden nuestra infancia cuando los barquitos de papel chocaban y se hundían en las poncheras de aluminio donde las madres y abuelas agolpaban la ropa lavada antes de ser tendida al sol.

A pesar de que cada quien sólo piensa en despojarte de un pedazo, todavía hay muchos soñando los sueños del rey de los Hunos, para derrocar la avaricia incontenible de la nueva dinastía de emperadores, que pretende succionarte hasta la última moneda que brote de tu suelo.


Sujetos dados en adopción, debido a la perpetuidad de la pobreza que se hinca en caseríos, hogares palafíticos, pueblos encharcados, endeudados con el pavimento. Lugares inéditos que hasta la geografía nacional se resiste a inscribirlos. Sujetos que convierten su ingenuidad y sus tulas llenas de valores éticos y morales en fetiche de teofanía que pulveriza todo el sufrimiento histórico, que sirve de eudemonismo para hacerle brotar sin clemencia, lágrimas al erario. Seres megalómanos que hoy les niegan el cuerpo a sus cunas. La olla del café, pangada y carbonizada, aún sigue fiel a la alegría de las llamas que le aplauden desde los trozos de leña. Ese tinto hirviendo que los vio nacer, los sintió crecer, hoy los perdona y sirve para calentar los recuerdos con los que todavía los viejos esculcan su memoria para comprobar que ellos si son verdaderamente felices.


Golpes de hombros, apretujones, pasos frenéticos, roces sexuales, derrame de sudor, cuerpos tensionados y carteras y bolsillos aprisionados. La ciudad no respira, sino suspira cuando el sol empieza a esconder su furia y acelera sus pasos hacia el morro. El estropicio y la bulla se van apagando y los invasores cesan su tortura; la ciudad se incorpora de nuevo bajo la luz artificial, levanta la vista hacia el cielo y lee verso a verso las estrofas del hermoso poema que nadie ha escrito jamás.

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