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NO EXISTEN SERES PUROS EN LA TIERRA

Por: Rosember Rivadeneira Bermúdez.


No existe sobre la tierra un ser que domine enteramente sus instintos y pasiones, ni manos puras de las que pueda beberse agua cristalina. Practicamos una virtud hasta que las circunstancias desnudan nuestra naturaleza y el lado oscuro se revela.


Mientras habitemos en el plano terrenal resultará imposible desprendernos enteramente de las perturbaciones materiales. Están presentes en la cubierta del espíritu y en el entorno, ejerciendo su influencia.


El ser humano es el personaje de una comedia a la que llaman vida. Para algunos es el héroe y, para otros, el villano. Hay seres confundidos que justifican su maldad, y son dominados por la tempestad; otros son incapaces de vislumbrar el bien, pero la conciencia es justo juez.


Por ello, no hay doctrina, credo o filosofía que se cumpla al cien, ni hombre que la represente tan bien. Al escudriñar en cualquier ser, la mácula aparece.


La afirmación no es absurda, fatalista ni sesgada. La tierra es un planeta primitivo. No es un escenario de realización espiritual. En este peldaño evolutivo el espíritu está sujeto a pruebas y expiaciones. Nos corresponde arar la carne para sembrar en sus entrañas la semilla del bien, cultivarla a través de la práctica de la virtud, para luego, a través del esfuerzo, hacerla germinar y despertar la vocación espiritual, que nos permite presentir la existencia de un reino y un destino celestial. Mas no logramos, en una existencia, la comprensión y consiguiente realización del bien, porque las fuerzas groseras de la materia interfieren y entorpecen el trabajo. Hay una mano que nos sujeta y al liberarnos deja la huella. Habitamos en dominios inferiores y luchamos por migrar.


¿Quién, por ejemplar que sea tildado en sociedad, no ha sido seducido por la avaricia, la ira, la venganza, la hipocresía, la calumnia, la gula, el licor, los deseos banales, ¿y por todo lo que sumerge en penumbras al alma? Basta caer en una de ellas para que, al mirarnos en el espejo, descubramos la viga que yace en nuestro ojo.


Los textos sagrados no revelan a seres inmaculados, sino a personas que realizaron magnos esfuerzos para direccionar su vida hacia el sendero de la bienaventuranza. Todos arrastraron un pasado con episodios sombríos, y nosotros somos testimonios vivientes de pruebas no superadas y de otras en las que resultamos airosos.


Moisés asesinó a un egipcio y, posteriormente, desobedeció al Eterno al golpear la peña. Jesús, el coloso del cristianismo, guía y modelo de gran parte de la humanidad, siendo víctima de la ira golpeó a los mercaderes que ocupaban el templo. La violencia corrió por sus venas y fue incapaz de contenerse. No pudo en ese momento doblegar al pecador a través de la influencia del amor. Pedro, siendo conocedor y practicante de la doctrina del maestro, levantó la espada y cortó la oreja de Malco cuando apresaron a Jesús. Saulo, en el trance de la ceguera espiritual derramó la sangre de los cristianos. Gandhi, el Mahatma, estuvo cautivo por las pasiones e inmerso en un temperamento irascible que lo condujo a cometer múltiples errores.


Hoy, aquellos seres son ejemplos evolutivos para la humanidad. Moisés lideró la liberación de los israelitas y fue instrumento divino para realizar actos milagrosos. Cristo es reconocido como Dios encarnado; el hijo de Dios, o como profeta por algunos. Pedro fue proclamado como el primer PAPA de la iglesia católica. Saulo, reconocido como Pablo, es un pilar del cristianismo, y Gandhi condujo a la India a lograr la independencia.


Probaron los frutos del árbol del bien y el mal, y luego rectificaron para merecer al edén.


Los héroes espirituales no son inalcanzables. Son ejemplos de la capacidad que tenemos para transformarnos. La tierra es una escuela. Algunos aprueban, otros reprueban y se rezagan, y deben realizar un esfuerzo mayor para progresar. No deben flagelarnos los errores, pues son los maestros a través de los cuales florece el terreno desértico de nuestra alma.


La transformación de aquellos seres no se logró instantáneamente y tampoco correspondió a un acontecimiento milagroso. No despertaron repentinamente transformados en entes avanzados, ni son el producto exclusivo de la oración y la contemplación. Fueron forjados por los acontecimientos, por el dolor que despertó sus conciencias y por la virtud que sensibilizó sus almas. Primó en ellos la fuerza espiritual y el colosal esfuerzo por practicar el bien. La hoguera de las pasiones fue apagándose en ellos a causa de la inanición, luego las cenizas fueron relegadas al claustro de los defectos en desuso y la virtud ocupó el espacio abandonado y se transformó en un hábito.


Pero, el espíritu a veces abandona el estado de vigilia y los vicios sorprenden a la virtud, reclaman el espacio que perdieron, obtienen conquistas temporales y colocan al ser en un estado de retroceso, sumiéndolo en la aflicción, para luego conducirlo a la reflexión y finalmente a la reivindicación y puesta en marcha de la virtud. Mientras el espíritu no trascienda y continúe encarnándose en el plano terrenal, permanecerá sujeto a este círculo vicioso.


Ahora bien, la ley de la evolución fuerza a los espíritus a progresar. No existe la condena a perpetuidad. Cada ser encuentra respuestas conforme a las puertas que toca, y es sometido o liberado por las fuerzas que despierte, dependiendo de la manera en la que vive y en la que vibre.


De esta suerte, la invitación del Creador no caduca ni se oculta. El Padre reconoce nuestros esfuerzos y brinda oportunidades para desarraigar la mala hierba, pero es nuestra responsabilidad cultivar la conciencia y obrar en consecuencia para migrar a planos elevados, sabiendo que no partiremos inmaculados, pero habitaremos en escenarios menos densos en los que continuará el trabajo de depuración.


Transformarnos implica colosales esfuerzos evolutivos, mas es necesario iniciar y dejar el llanto atrás.


Os dejo esta reflexión, que no brota de un santo, sino de uno más de los millones de imperfectos que no se va a la cama sin analizar sus actuaciones. A veces gano, otras pierdo, pero, de todo cuanto vivo, una lección aprendo.

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