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KANT VIVÍA AL FRENTE DE MI CASA

Por: Edimer Latorre Iglesias.


El filósofo de Konisberg, Inmmanuel Kant, nunca alcanzó la fama en vida, pero si era el faro moral de su comunidad y también el reloj del pueblo. Todos sabían la hora por la rutina cotidiana, que solo una vez en su vida se vio interrumpida, cuando estalló la Revolución Francesa. El maremágnum de acontecimientos lo desbordó, Kant colapsó y rompió su estricta rutina. Ese día el pueblo entero supo que algo demasiado importante había ocurrido. El giro kantiano en la comprensión del mundo se convertiría mucho tiempo después en el inicio de la filosofía moderna y en las bases del método científico.


Sin guardar ningún tipo de proporciones, el profesor e investigador, filosofo de formación y con Maestría en Educación, José Ariel Parra, era el Kant del barrio. Tuve la fortuna de ser su amigo y su vecino. Era estricto en sus rutinas, en su vestimenta, en su forma particular de hablar y de ser. Todo el mundo en el barrio lo amaba, es más, cuando estaba de vacaciones, las cuales cumplía de manera kantiana, se disputaban por cuidar su casa y limpiarla. Cuando retornaba era un acontecimiento increíble.


Inolvidables sus frases que en ocasiones derrumbaban el muro de lo políticamente correcto y de lo estrictamente académico. Las repetía una y otra vez, hasta que de tanto hacerlo, ya las sabíamos y, aun así, le rogábamos que las repitiera, a veces me sentía como en un episodio del Chavo del 8, sabía lo que pasaría, pero era imposible no reírse. Recuerdo una vez en un auditorio atiborrado de estudiantes, en una inducción en primer semestre, hizo la consabida pregunta: ¿quiénes quieren saber el camino al éxito? Levanten la mano, por favor. Todos los presentes levantaron la mano. El hermanazo con su tono irónico respondió: por favor cojan un taxi y díganle que van para Buenavista, dentro del centro comercial hay un Éxito. Es un buen almacén. Carcajada estrepitosa. Luego sentenciaba: “no hay un camino al éxito, no existe un camino prefigurado al éxito, solo existe un éxito y es vivir la vida con sentido. Jamás ustedes verán un camión de mudanzas detrás de un muerto”.


Ex sacerdote franciscano, frugal con todas las cosas, siempre desprendido, súper ahorrativo, honesto hasta los huesos, su palabra era un contrato y su compromiso con el trabajo era encomiable. Nunca llegaba tarde a las clases y las daba con una exactitud pasmosa. Su voz se escuchaba por toda la universidad, donde hablaba del ser y del no ser, que terminaba siendo. Recuerdo una secretaria que trabajaba para nosotros, el hermanazo hablaba mucho con ella, una vez le pregunté de qué tanto hablaban. Ella me respondió: “es que estamos en la fase en que el profe me explica por qué yo no existo, y le soy sincera, estoy muy cerca de entenderlo”.


Siempre tenía la palabra adecuada para el momento adecuado. Por lo general cuando me sentía perdido, hacía lo de los concursos de televisión, la llamada a un amigo, y obvio lo buscaba desesperadamente. Con su voz de sacerdote y con la fuerza de la palabra de Dios, daba los mejores consejos acompañados de sentencias filosóficas y de aforismos bien construidos. Sabia decirle a la gente lo que ellos no querían escuchar, pero, aun así, no conocí a nadie que no se fuera feliz después de estar con él o de compartir con él. El día del matrimonio de mi hermano falleció mi abuela, se nos armó un debate ético, si la fiesta debía continuar o si debíamos cancelarlo todo. Se oían voces al fondo que le gritaban a mi cuñada: el matrimonio acaba de ser maldecido… Todos me veían a mí preguntándome qué debíamos hacer, mi mamá estaba destrozada por la infausta noticia. No dudé en llamarlo y como siempre me respondió. Su respuesta y sobre todo su voz, aún resuena en mi alma: “Siempre que alguien muere, alguien también nace, siempre que hay un funeral ese día se está casando alguien en el mundo. La vida continúa, el dolor se siente, pero él indica vida y la mejor manera de que las personas no se mueran del todo es preservando el recuerdo y honrando el legado”. Tomé el micrófono y hablé en la ceremonia de mi hermano. Bajamos el volumen a la música y continuamos celebrando la vida y honrando a los muertos.


Nunca olvidaré tus enseñanzas, tu compañía, tu estricto apego al reloj, a tu rutina, tu amor infinito a tu esposa Miriam del Carmen, a tus cuatro hijos, a tu nieto Elías que lo amabas y que sonreías con solo hablar de él, jamás olvidaré el agua y el té que tomabas en la oficina, en el cubículo al lado mío, y que de manera kantiana te llevaba Fidelina de lunes a sábado. Tampoco olvidaré la forma como saludabas, el famoso como está hermanazazazazoooooo. Es imposible olvidar tu filosofía que era el concepto de amor como ágape, es decir, el servicio a los otros, desinteresado y sin esperar nada a cambio. Una muestra de eso está en que por las tardes dabas clases en un colegio público. Lo impresionante de ello es que llegabas tan puntual que incluso cuando los demás estaban en paro, trastocabas la soledad del colegio y cumplías tu horario. El apoyo que les diste a los jóvenes más pobres de Santa Marta era parte de esa filosofía franciscana que te hacía ser tan único y tan especial.


Imposible arrancarme del alma las incontables fiestas que hacías en la puerta de tu casa, sin música estridente y donde el amor de la familia era palpable. Cuando estábamos en restaurantes siempre pedías lo mismo: sierra a la marinera y siempre te decía cambia de plato. Tu respuesta era propia de un filósofo Kantiano: “Para qué buscar lo desconocido, si lo conocido es lo mejor”. Una vez estábamos en tu carro, con varias compañeras de la oficina, hiciste una broma, que jamás sacaremos de nuestra vida. Bajaste la ventanilla del carro y gritaste a una vendedora de flores: “no le compren que esas flores son robadas”. Aceleraste, diste la vuelta y quedamos atrapados en un semáforo en rojo. La vendedora de flores venía corriendo tras de nosotros, el semáforo no se movía, 12, y todos en el carro dele hermanazo, dele, 11, y la vendedora muy cerca vociferando que ella no era una ladrona, y tú impasible, muerto de risa, 9, y yo trágame tierra, 7, la vendedora estaba cerca del carro, muy cerca, 5, fue cuando dijiste: la gente ya no aguanta chanzas. Milagrosamente, el semáforo paso a verde y arrancaste con la sagacidad del buen conductor que eras.


Solo resta desearte un buen viaje y hacerte la promesa solemne de que preservaremos tu memoria y honraremos tu legado.


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