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EL PATIO DEL AMOR

Por: Jairo Arturo Fontalvo Sarmiento.


En una mañana hermosa llena de presagios, Emilda estaba sentada en el patio de los recuerdos, cantaba alegre como si presintiera el nacimiento de las flores, allí empezaba a recordar su gran amor, Duván Pertúz, un vecino que la enamoró con vallenatos porque tocaba acordeón. Con él aprendió a querer la música provinciana. Duván era el típico hombre de parranda que le gustaba serenatear a las mujeres. Ambos emprendieron muchas aventuras para alimentar su amor, sin embargo, Lorenzo Mejía, padre de Emilda, hombre robusto y de perfil griego, nunca estuvo de acuerdo con ese romance, quizás por la fama musical de Duván que lo podía desviar a otros brazos femeninos. Emilda, mujer de un genio firme y talla elegante, defendió a capa y espada su noviazgo, para ella era impensable separarse de las melodías que Duván sacaba de sus prodigiosos dedos. En una tarde, llena de mariposas engreídas, Emilda y Duván se reunieron en el patio amoroso de sus sueños. La visita de un colorido chupaflor fue la fuente de inspiración de su conversación. Emilda, con timidez diciente lanzaba una mirada tierna, muy parecida a la suave brisa que refrescaba ese lugar. Duván, poco expresivo, se le acercaba con temor, pero fue más fuerte la atracción entre los dos, que terminaron dándose un beso apasionante. Ese momento romántico fue interrumpido por su padre, quien con tono alto y prepotente los regañó diciendo: “un beso en mi patio es presagio de matrimonio”. Mirando al sol se fue ofuscado porque sabía que dicho acto era determinante. Sin embargo, llega Ambrosia Pérez, la madre de Emilda, mujer amorosa, con voz amable y sonrisa dulce, la versión contraria de su esposo. Ambrosia siempre respaldó ese noviazgo, ella respiraba amor con sus dicientes valores espirituales. No solamente en su familia, sino en todo el pueblo. Una tarde cuando se dirigía a comprar la leche en la tienda “los manguitos”, observó en una esquina a dos niños dándose trompá física, rodeados de mucha gente, enseguida corrió, se metió entre la gente y cogió de la mano a los dos niños y les dijo “la mejor pelea es la que no se hace, no vuelvan hacerlo por favor, con los conflictos que vive el mundo, tenemos”. En fin, era una líder de la paz, con solo verla trasmitía tranquilidad. La progenitora de Emilda era una amante de su patio, su entrega para que ese lugar brillara, era admirable. No le faltaba ningún detalle. Toda hoja torcida de las plantas, la enderezaba. Así como las hojas, también quería consolidar el amor de Emilda y Duván, por eso organizó un delicioso almuerzo familiar para integrar más a Duván, sobre todo con su esposo. Nuevamente, el milagroso patio fue fuente de unión, porque a partir de allí la relación entre Duván y Lorenzo mejoró notablemente, tanto así, que Lorenzo en su cumpleaños, lo invitó para que amenizara la parranda con su acordeón.

Pasaron los días, pero no todo fue color de rosa, una penosa enfermedad empezó a molestar a Ambrosia. Una mañana la encontraron desmayada en el comedor, la llevaron al Hospital, duro varios días y logró recuperarse, sin embargo, Emilda siempre insistía llevarla a Barranquilla para que le hicieran otros exámenes. Tristemente resultó lo impensable, su diagnóstico fue cáncer en el estómago. Emilda, apenas escuchó la noticia, se fue corriendo al balcón, miró suplicante al cielo y expresó: “Dios mío no te la lleves, todavía no”. Igualmente, recordó el fallecimiento de su abuela, quien había muerto también del mismo mal. A partir de allí, la vida de la familia Mejía Pérez cambió inexorablemente. Cuando regresaron a casa, el patio que tanto amaba Ambrosia, había perdido sus colores, casualmente un girasol que por mucho tiempo permaneció florecido, lo encontraron marchitado, como dando señales de tristeza por la difícil situación que enfrentaban. Ambrosia, presintiendo que se va a morir, no se despegó un segundo de su espacio preferido, incluso, se la pasaba todo el día acostada en una hamaca contemplando las maravillas de ese lugar. Sólo, por seguridad, al asomarse la noche, pedía dormir en su cuarto. También era una ferviente admiradora de la música de Julio Iglesias, siempre le decía a su nuero Duván, con rostro radiante, que adaptara las melodías de su acordeón a las canciones de ese artista español. Y así fue, por su estado, todo deseo que ella pidiera, era una orden sagrada para toda la familia. Su nuero, en una lluviosa tarde, la sorprendió con una serenata, cantando y tocando con su instrumento las canciones más exitosas de Julio. Emilda, destilaba un sentimiento agridulce, pues todas esas manifestaciones de cariño, le sabían a despedida. La vida de Lorenzo, cambió desde la enfermedad de su esposa, mermaron las rutinarias visitas a sus amigos y las infaltables idas a la gallera, pues su prioridad era el cuidado de su amada. Incluso, esa calamidad inesperada le apaciguó su genio. Todos los días, a las 7 de la mañana, la acompañaba a tomarse un tinto en el patio de los recuerdos. Allí pasaban horas, intercambiando anécdotas de su juventud. Sin embargo, una de esas mañanas, Ambrosia pidió que la llevaran al patio para acostarse en su hamaca. Lorenzo, ese día tenía que salir a hacer la vuelta de su pensión. Al regresar, tropezó en el camino con una piedra como avisándole que algo malo estaba pasando, llegó a su casa, abrió la puerta y extrañó que su perro llamado “Tito” no lo había recibido, se acercó rápidamente al patio y observó a su familia rodeando la hamaca, Emilda antes de decirle la mala noticia, corrió a abrazarlo con lágrimas inconsolables. Cada paso de Lorenzo era una huella de su esposa, llegó a la hamaca, la encontró dormida como si no hubiese fallecido, le agarró las manos y le dio su último beso de amor. Ese día, el jardín del patio dejó de florecer, el palo de mango, como en acto de solidaridad, no dio los frutos esperados. En todo caso, Ambrosia se fue feliz porque además de su vida servicial y de santidad, murió en el patio de su alma. El patio no volvió a ser el mismo, como si hubiese perdido el amor de una madre, las palomas que lo visitaban con frecuencia, jamás volvieron, los pajaritos que aterrizaban en las ramas de los árboles, nunca se amañaron. Las hermosas plantas se resistían a crecer, quizás guardando la esperanza de que Ambrosia volviera.




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