Columna 7
EL MERCADER DE SUEÑOS
Actualizado: 17 jul 2021
Esta es una historia que nunca fue contada públicamente por su protagonista, ni tampoco llevada a un estrado judicial para castigar a los responsables de tan aberrante hecho; pero si conocida por algunos funcionarios muy escépticos y poco competentes, quienes al final la convencieron de no reconocerse como víctima y ser más despierta, para evitar creer en mercaderes de sueños.
Por: Stephanie Castro C. (1)
También yo conocí esta historia de boca de su protagonista, era el mes de septiembre de 2012 y yo me encontraba acompañando a unos funcionarios de las Naciones Unidas en jornadas de prevención sobre una actividad criminal que, aunque poco conocido en aquel momento, ya era evidente en la ciudad de Santa Marta (especialmente, en las zonas de alta afluencia turística), la trata de personas. Recuerdo que visitamos varios colegios públicos con el previo consentimiento y colaboración de coordinadores y rectores y justo al final de la jornada, una estudiante se me acercó y me dijo que ella creía que un familiar suyo podía haber sido víctima de eso que explicábamos antes; acto seguido le di mi número y para mi sorpresa, un día después recibí la llamada de una mujer que quería contarme su historia con la esperanza de que alguien la “tomara en serio”. Así conocí a quien me contó esta historia, la llamaré Camila, ella llegó al conocido café del parque en compañía de su madrina e inició a relatarme todo desde el principio, mientras yo escuchaba con detenimiento al principio, después con asombro.
¿Quién era Camila? Una de esas tantas jovencitas que vivían en una vereda olvidada en el sur del Magdalena, compartiendo un lecho muy humilde con sus padres, abuelos y cinco hermanos más, en condiciones de absoluta pobreza; una niña que desde los doce años acostumbraba a trabajar con su madre en labores del campo para aportar algo en su casa pero que a pesar de todo el esfuerzo, siempre tenía la situación dura porque el poco dinero que ganaban no alcanzaba para lo básico. Ella tuvo que renunciar a sus estudios cuando apenas cursaba quinto de primaria y hasta el momento en que todo inició, su máxima aspiración en la vida era irse como empleada doméstica a una ‘gran ciudad’.
Durante un fin de semana mientras Camila y su madre caminaban por las calles de un municipio cercano en búsqueda de trabajo porque era una mala época de cosecha, reconocieron a una amiga de la infancia de la madre de Camila, quien tras invitarlas a tomar una gaseosa y escuchar sobre sus problemas económicos, les aseguró que tenía un amigo que era muy cercano a los dueños de una acaudalada finca en otro municipio y que ella sabía que estaban buscando una muchacha joven para trabajar en labores domésticas dentro de la misma. Como si se tratara de un inminente milagro, Camila y su madre se llenaron de expectativas por aquel empleo que tanto buscaban y, a pesar de que Camila solo tenía diecisiete años, pensaron que la edad no sería ningún inconveniente para ese tipo de actividad; a final, la mujer les prometió un encuentro con su conocido que se confirmaría vía telefónica.
Tres días después de que vieron a la amiga de su madre, recibieron la llamada de un hombre que se identificó como Samir y les dijo que visitaría el municipio al día siguiente y podía explicarles mejor lo del trabajo. Al día siguiente, Camila y su madre conocieron a un hombre que se mostró muy amable y educado; este les aseguró que era agrónomo y que trabajaba para varias fincas de la región, además de ser muy allegado a un acaudalado afincado de un municipio no tan lejano. Por último, les habló del trabajo asegurándoles que necesitaban urgente una muchacha de confianza que conociera labores del campo para que trabajara bajo su supervisión dentro de la finca; las condiciones no podían ser mejores: trabajaría ocho horas diarias de lunes a sábado, los domingos serían días libres y ganaría un salario mínimo mensual más las prestaciones de ley, una suma de dinero y beneficios que para personas sin educación y acostumbradas a la miseria absoluta, como Camila y su madre, resultaba ser bastante generosa. Yo todavía recuerdo las palabras de Camila en esta parte del relato: “eso era como alcanzar el cielo”.
Camila aceptó de inmediato la oferta laboral y acordaron que en tres días ella viajaría hacia un municipio donde él la esperaría para llevarla a la finca donde trabajaría; como un gesto de colaboración, Samir le entregó a la madre de Camila doscientos mil pesos para los gastos de transporte intermunicipal (que costaba mucho menos) y para comprar un mercado, diciéndoles que ese era un gesto noble porque a él la vida seguramente “se los compensaría”. Ella y su madre estaban tan agradecidas, que solo vieron en el hombre a un gran ser humano que las ayudaría a cumplir un gran sueño, ese de tener un trabajo digno para poder proveer de alimentos a su familia y garantizar a su padre inválido la atención por una EPS. Camila finalmente llegó al municipio indicado y recordó que cuando Samir la encontró, solo le preguntó si alguien conocido venía con ella, y tras responder un “no” con absoluta confianza, él la invitó a subir a una camioneta y partieron rumbo al lugar del supuesto trabajo. Después de una hora y media de trayecto, Camila notó sospechoso el hecho de que aún no llegasen al municipio cercano sino que tomaran una vía que los dirigía a otros municipios; cuando ella le preguntó, el hombre le dijo que la finca quedaba alejada pero que no había de que preocuparse, a pesar de que les tomó casi tres horas llegar a la finca.
Una vez entró en la finca, el ‘realizador del sueño’ la condujo hasta una casa y le pidió que lo esperara, después él entró a la misma y conversó con algunas personas. Cuando Samir salió, simplemente se subió a la camioneta y se fue. Camila sorprendida veía como Samir se alejaba del lugar cuando salió de la casa un hombre de aproximadamente cincuenta años que se presentó como ‘el jefe’ y le indicó a la joven que fuera a dejar sus cosas en el cuarto de los empleados que estaba a quince minutos de camino de ese lugar y que se pusiera ropa de oficio porque empezaría ese día y él le diría cuales serían sus labores. Fue desagradable la sorpresa de la joven cuando al llegar al lugar donde dormiría se percató de que solo había sacos de aserrín que servían como colchones y una sábana para cada cama improvisada, recuerda que el lugar tampoco tenía una puerta.
Camila con absoluta desconfianza tomó de nuevo sus cosas y se dirigió a la entrada para marcharse, entonces un hombre apodado ‘el mono’ la tomó fuerte del brazo y la empujó de nuevo a la habitación diciéndole que de ahí no podía irse porque ahora le “pertenecía” a los patrones que ya habían pagado por ella, sentenciando que si intentaba escapar “la pasaría muy mal”; Camila me contó que en ese momento entró en una crisis y comenzó a llorar mientras dejaba sus cosas en una de las improvisadas colchas para después regresar con ‘el mono’ a la casa donde la esperaba ‘el jefe’.
‘El jefe’ le dijo que sus labores consistían en levantarse a las tres y media de la mañana a preparar el desayuno de todos los empleados de la finca, después hacer labores domésticas en la casa de los patrones, preparar el almuerzo de los trabajadores, lavar la cocina, limpiar las porquerizas, ordeñar el ganado, ayudar a recoger la siembra, hacer la cena de los otros trabajadores, dejar la cocina limpia y finalmente, guardar a los animales y dejarles la comida, además de otros oficios emergentes. ‘El jefe’ fue contundente al decirle a Camila que no podía descansar durante la jornada y no podía irse a dormir sin cumplir con todas sus labores, que no tenía permiso para salir de la finca salvo a hacer mandados en compañía de ‘el mono’ y que si desobedecía alguna orden, entonces sería castigada y le sería descontado de su pago un día si alguna tarea quedase incompleta. Camila todavía incrédula preguntó cuanto le pagarían realmente y cuando la afiliarían a la EPS, a lo que el hombre -entre risas- le respondió que su pago dependía de qué tanto hiciera y que “procurara” no enfermase para que no le descontaran ni los días ni la medicina.
Al día siguiente, Camila recuerda que fue despertada en la madrugada por una mujer que también trabajaba en ese lugar y quien le dijo que si no quería meterse en problemas con los patrones, era mejor que hiciera sus labores ya que estaban bajo las órdenes de gente muy peligrosa, que se decía que estos eran “paracos” y que solían tomar represalias muy serias si les desobedecían. En su segundo día, Camila inició sus labores a las tres y media de la mañana y recordó que solo las culminó casi a medianoche, sin haber tenido un solo momento de descanso y con un agotamiento físico que le generó molestias en el cuerpo; y así siguió la rutina los siguientes cuatro días hasta que por extremo agotamiento, ella se desmayó en medio de sus labores. Después de presentar fiebre y de que solo le dieran una pastilla de acetaminofén, ‘el jefe’ le explicó que el día no trabajado sería descontado y que si quería recibir pago, ella debía trabajar más y hacer mejor sus labores porque según él estaban “hechas a medias”; Camila sintió que el mundo se le venía encima pero recordó que tomó valor para decirle al hombre que ella no estaba dispuesta a trabajar más porque se sentía agotada y que hiciera lo que quisiera, tras lo cual él le advirtió que si ella hacía las cosas más difíciles, sus familiares “pagarían las consecuencias por sus berrinches”, de manera que ella profundamente aterrada, aceptó su realidad.
Las condiciones inhumanas en las que vivía, los trabajos forzosos a los que era sometida en la finca y los constantes maltratos verbales y físicos por parte de ‘el jefe’ se habían prolongado durante un mes; ella se encontraba debilitada físicamente pero aún mantenía la esperanza de recibir su pago, hasta que un mal día ‘el jefe’ entró a la cocina y le dijo que ese mes no le iban a pagar porque ya había sido descontada parte de su deuda y las labores que “no se habían hecho bien”. ¿Cuál deuda? Preguntó ella; ‘el jefe’ entonces le dijo: “tienes una deuda con nosotros de doscientos mil pesos más los intereses, súmele los gastos de dormida y comida, estos desde luego ya fueron descontados de tu salario”.
¿Los doscientos mil pesos que le había entregado el hombre que la llevó hasta ese lugar a cumplir un sueño? ¿Aquel hombre que se mostró tan amable y tan educado que pareció ser en todo momento una persona respetable? ¿El mismo que se compadeció del hambre física que ella y su familia pasaban y les dio esa “bendición” para que ella pudiera ir a empezar su trabajo y sus familiares pudieran sobrevivir mientras ella enviaba dinero a casa? Sí, eran los mismos doscientos mil pesos que había recibido pero no como una ayuda sino como una forma de sentenciar una deuda que ella debió saldar quedándose a realizar trabajos forzosos en el lugar donde vivía una pesadilla, gracias a ese hombre que al final, no resultó ser otra cosa más que un mercader de sueños.
La historia de Camila, continuará en mi próxima columna...
(1)Abogada, Magister en Cooperación Internacional y Desarrollo de la Universidad de la Sapienza de Roma. Investigadora sobre temas migratorios y docente catedrática de Derecho Internacional Público y Derecho Migratorio en la Universidad del Magdalena.