Columna 7
EL DIOS EN EL QUE CREO
Actualizado: 17 jul 2021
Por: Rosember Rivadeneira Bermúdez.
Me niego a creer que la salvación se encuentre encomendada a solo una doctrina humana, o que la práctica de la virtud resulte plausible en función de un único credo.
No creo que el progreso moral del ser humano dependa de corrales de adoctrinamiento, de cargas desproporcionadas y yugos insostenibles. O que el poder de la oración esté condicionada a la cuantía de tu contribución, de tu nivel social, del puesto que ocupes en la congregación o de los bienes que hayas adquirido con tu riqueza.
Creo en una santidad tan diversa como las flores que adornan el jardín, en doctrinas con credos, símbolos y trazos diversos que al pronunciarse corresponden a aromas acordes al estado cultural o el adelantamiento moral del individuo. Dios nos atrae con su caña de pescar, con la magia de las flores de loto, quizás con diseños de arquitectura, con todo lo que inspire amor.
No creo en el amor condicionado a superar un largo camino de terror, penurias y sufrimientos, tampoco en el dolor sin esperanza y mucho menos en la fatalidad. El amor no es una prueba, es una decisión.
No creo en el camino ancho ni en el angosto, pues cuando el propósito de la salvación es claro las dificultades no son más que pruebas para superar. Entonces, disfrutas la inquietud que genera tu transformación, la forma y el paradigma que adopta tu vida.
Sentir placer o pesar por la santidad es cuestión de aprendizaje, dominio y disciplina. Debemos educarnos para despertar el placer mediante la práctica de la virtud, caso en el cual desaparecerá la concepción de penurias que acompaña al denominado “camino estrecho.”
Observo en la doctrina divina una especie de rompecabezas, cuyas partes separadas corresponde a los diversos credos, los cuales cobran sentido universal mediante el lazo de la unión. Una torre de babel ante la cual nos agrupamos en busca de la misma energía, a pesar de no entendernos entre sí, pese a los diferentes nombres, atuendos, ritos, invocaciones y sonidos con que se exprese nuestro ser. Un mismo amor en distintas lenguas y expresiones.
Creo en un Dios universal e incluyente. En un Dios cuya sabiduría resulta apta a todos los gustos y simpatías, que juzga con soluciones y oportunidades de progreso, que integra y jamás divide, que a santos y pecadores coloca en un mismo rebaño, que ama sin requisitos ni condiciones, que no maldice a su obra porque se juzgaría así mismo.
Creo en un Dios que te observa y se complace con tu evolución moral. Él te escucha sin importar que lo busques y provoques su aparición a través de una escultura o un símbolo cualquiera. El Creador comprende tu escala evolutiva y se alegra por tu decisión de sellar una relación con él. Disfruta cuando percibes su abrazo durante tus oraciones, cuando lo invitas a hacer parte de tus pensamientos y te asiste si lo tienes en cuenta al tomar tus decisiones.
Creo en un Dios que existe, así no creas en él, y cuyo poder no se enerva por muy escasa que resulte nuestra fe.
Creo en un Dios que se alegra y danza al escuchar los discursos que estimulan las virtudes y que se esfuma de la presencia de quienes entonan un catálogo de defectos humanos, que describen los horrores de los pecados, que infunden miedo y cargan a los fieles con falsas prohibiciones, pues su carga es ligera y su yugo llevadero.
Veo a un Dios que premia mis virtudes sin importar la religión a la que pertenezca o la doctrina que profese. Creo en un Dios que se complace en el brillo de mi alma y no en el color de mi piel.
Contemplo a un Dios de liberación porque me otorga la posibilidad de elegir y experimentar por mi cuenta y riesgo, que me acompaña en la escalada y me cura en las caídas.
Descubro que Dios me creó sin libreto y me concede la oportunidad de diseñar y ser el protagonista de mi propia historia.
Observo a un Dios que sonríe ante mi terrenal confusión humana, pues siendo alma quise disfrutar de la carne y estando encarnado me desespero por vivir una experiencia espiritual.
Creo en un Dios que espera pacientemente a que regrese triste y arrepentido del estado de prodigalidad al que ingresé guiado por mi ignorancia.
Retornaré ante un Dios que habita en un palacio de sombras y luces, en el que cada sección está reservada conforme a la vida que elegí.
Seré juzgado por un Dios que no impone condenas a perpetuidad sino periodos de retiro y reflexión espiritual y en el que las llamas que me quemen sean las de mi arrepentimiento y remordimiento. Él Sabe que progresaré porque me creó a su imagen y semejanza.
Mi fe reposa en un Dios que lucha para que no se pierda ninguna de sus ovejas. A todas asiste sin importar el color de su lana.
Creo en un Dios sin nombre, en el que FUE, ES y SERÁ, que no tiene ubicación predeterminada, que está por encima del tiempo y la distancia, de infinita comprensión, sin hijos preferidos porque ama a su obra por igual, que me llama a su presencia y permite mi retorno cuantas veces lo necesite para progresar, servirle y ayudar a los demás.
También creo que soy capaz de lograr mi santidad ante los ojos de Dios. No importa el ruido y los señalamientos de las personas que me rodean, lo bueno o lo malo que sea ante la vista de los demás, o las veces que tropiece, cerraré mis ojos ante el mundo y los abriré ante el que siempre ES.